La familia y el barrio enseñan a vivir

Antes de que un niño escuche su primera lección en el aula, ya ha recibido la enseñanza más decisiva: la de su hogar. “La familia es la célula básica de la sociedad y la primera escuela de virtudes sociales”, recordaba San Juan Pablo II en Familiaris Consortio. No es una frase piadosa: diversos estudios de la UNAM y del Colegio de México coinciden en que los primeros años de crianza, vividos en el núcleo familiar, son determinantes para la adquisición de valores como la responsabilidad, el respeto y la solidaridad.

La UNAM, en su Encuesta Nacional de Valores en Juventud (2022), subraya que más del 70% de los jóvenes mexicanos identifican a sus padres como su principal fuente de aprendizaje moral, muy por encima de la escuela (18%) o de los medios digitales (7%). “Es la familia la que transmite los códigos de convivencia y resiliencia”, explica la socióloga Patricia Ramírez Kuri del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.

El testimonio de Rosa López, madre de tres adolescentes en Iztapalapa, confirma lo que dicen las estadísticas: “No tengo dinero para pagar cursos caros, pero en mi casa tratamos de que cada comida sea un momento de enseñanza. Que respeten al hermano, que den gracias, que sean solidarios. Al final, eso vale más que memorizar una tabla”.

Comunidad: la extensión natural de la familia

Sin embargo, la familia sola no basta. El barrio, la parroquia, los centros culturales y deportivos funcionan como redes que refuerzan lo aprendido en casa. Un ejemplo es la Colonia Roma, donde asociaciones vecinales han impulsado clubes de lectura y brigadas juveniles de apoyo a adultos mayores. En un reportaje del Colmex sobre comunidades resilientes, se afirma: “Los espacios comunitarios son catalizadores de aprendizajes colectivos y de cohesión social, pues enseñan ciudadanía desde la práctica”.

En barrios rurales de Oaxaca, las asambleas comunitarias no solo regulan el uso de tierras, sino que también enseñan a las nuevas generaciones el valor del consenso y del servicio. “Aquí aprendemos que nadie vive para sí mismo, todos trabajamos para el bien común”, comenta Benjamín Martínez, joven de 19 años que colabora en un comité comunitario en la Sierra Sur.

Este principio conecta con el humanismo trascendente, que subraya la importancia de la subsidiariedad y la solidaridad: las comunidades locales deben asumir su papel formativo sin esperar siempre la intervención del Estado.

Iglesias, clubes y centros culturales: escuelas vivas

Las iglesias han sido, históricamente, espacios de enseñanza. En parroquias de Guadalajara, catequesis, talleres de música y grupos juveniles ofrecen alternativas sanas frente a la violencia y la deserción escolar. El Centro Cultural Universitario Tlatelolco ha documentado cómo las actividades artísticas comunitarias reducen la probabilidad de que los adolescentes abandonen sus estudios.

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Cultura Cívica (2020), los jóvenes que participan en asociaciones comunitarias tienen un 15% más de probabilidades de involucrarse en procesos democráticos (como votar o participar en consultas) que aquellos que no lo hacen. La educación, entonces, no solo se mide en calificaciones, sino en ciudadanía activa.

Un padre de familia, Carlos Mejía, que coordina un equipo de fútbol infantil en Ecatepec, lo explica así “Los niños llegan buscando deporte, pero aquí también aprenden disciplina, respeto al árbitro, solidaridad con el compañero. Más de uno ha cambiado su rumbo porque en el club encontró una segunda familia”.

Comunidades resilientes: aprendizajes que transforman

Existen experiencias que muestran cómo los barrios pueden convertirse en auténticos ecosistemas de aprendizaje. Un caso destacado es el de La Comuna de Oaxaca, una iniciativa que agrupa talleres de oficios, colectivos artísticos y proyectos de agroecología. Jóvenes y adultos aprenden juntos: los mayores transmiten saberes ancestrales y los jóvenes enseñan tecnologías digitales.

En Monterrey, el proyecto “Vecinos en Red” surgió en plena pandemia para atender a familias sin recursos. Hoy se ha transformado en una plataforma educativa: talleres de robótica, huertos urbanos y programas de tutoría escolar son sostenidos por padres voluntarios.

La investigadora María de los Ángeles Huerta lo sintetiza: “Cuando una comunidad se convierte en escuela, el aprendizaje deja de ser vertical y se vuelve circular: todos enseñan y todos aprenden”.

Desafíos actuales: fragmentación y desconfianza

No todo es positivo. La crisis de confianza social en México, marcada por la inseguridad y la falta de espacios públicos, limita la construcción de comunidades educativas. Según datos del INEGI (2023), el 65% de los mexicanos desconfía de sus vecinos, lo que dificulta proyectos comunitarios. Además, la urbanización desordenada y la violencia barrial obligan a muchas familias a encerrarse, debilitando los vínculos sociales.

A esto se suma la creciente dependencia de dispositivos digitales como fuente de socialización, lo que desplaza la convivencia real. El reto es revalorizar el encuentro cara a cara, la construcción de confianza y la formación de redes vivas.

La persona solo alcanza su plenitud en relación con los demás. Gaudium et Spes recuerda que “el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. En este sentido, la familia y la comunidad no son opcionales: son estructuras necesarias para formar ciudadanos íntegros.

El Papa Francisco ha insistido en que “la familia es una escuela de humanidad” y que la comunidad es la que “protege frente a la cultura del descarte”. Este binomio —familia y comunidad— es una alternativa poderosa frente a un modelo educativo centrado únicamente en la escuela o en la tecnología.

La familia mexicana sigue siendo, pese a sus fracturas, la primera y más poderosa escuela de valores. Sin embargo, en un mundo fragmentado, la comunidad se vuelve imprescindible para complementar y reforzar esos aprendizajes.

Las experiencias de barrios resilientes, parroquias activas, clubes deportivos y centros culturales muestran que la educación no es tarea exclusiva del Estado ni de los maestros: es una responsabilidad compartida. Como señala Rosa López, la madre de Iztapalapa: “La escuela enseña a sumar, pero la familia y el barrio enseñan a vivir”.

Si México logra revalorizar la fuerza educativa de la familia y de las comunidades, podrá avanzar hacia una ciudadanía más solidaria, resiliente y comprometida con el bien común.

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