La gentrificación en México ha dejado de ser una problemática silenciada. En los últimos meses, la Ciudad de México ha sido escenario de intensas protestas, dos de ellas particularmente marcadas por un creciente nivel de tensión: encapuchados vandalizando comercios, bloqueos a la línea 1 del Metrobús, cercos policiacos, y aún más polémico, gritos cargados de xenofobia dirigidos especialmente hacia personas estadounidenses.
Lo que comenzó como una legítima exigencia ciudadana contra el desplazamiento habitacional causado por el avance del capital inmobiliario y turístico, ha mutado hacia una narrativa de frustración acumulada. La llegada masiva de inversiones extranjeras y nómadas digitales ha acelerado una transformación urbana que muchos mexicanos perciben como una expropiación simbólica: México se vuelve de todos, menos de los mexicanos.
¿Progreso, o despojo?
La raíz del problema no es reciente. La migración estadounidense a la capital mexicana se disparó desde el año 2020, con la pandemia como motor. Buscando escapar del confinamiento y atraídos por el tipo de cambio monetario favorable, miles de extranjeros encontraron en colonias como Roma y Condesa el paraíso del trabajo remoto. El resultado fue una escalada en los precios de renta, la pérdida del sentido barrial y el desplazamiento progresivo de familias locales.
El Frente Anti-Gentrificación CDMX fue claro tras una de las marchas. La gentrificación no es un problema de migración, sino de desigualdad”. El enojo no es contra el extranjero en sí, sino contra las autoridades que privilegian al capital foráneo y a las élites económicas nacionales, mientras ignoran las necesidades de quienes han vivido por generaciones en estas calles. Aun así, el odio hacía el “gringo” se ha convertido en una válvula de escape simbólica ante años de desigualdad sistemática por parte de quienes nos gobiernan.
Espejismo que molesta
Aquí emerge una tensión incómoda. La respuesta mexicana ante la gentrificación parece reflejar — aunque en una escala distinta — los mismos gestos de rechazo que sufren nuestros connacionales en Estados Unidos. Las frases que retumban en las calles de la CDMX (“¡Gringo, go home!”) no están tan lejos de los discursos xenófobos que Donald Trump popularizó desde 2016. De hecho, el Departamento de Seguridad Nacional de EE.UU. emitió un irónico mensaje en redes: “Si estás en Estados Unidos ilegalmente y deseas unirte a la próxima protesta en Ciudad de México, usa la app CBP Home para facilitar tu salida”. Un dardo cargado de simbolismos de burla que incomoda desde ambos lados de la frontera.
La contradicción se vuelve aún más visible si observamos a la población mexicana en EE.UU. Barrios como Boyle Heights, en Los Ángeles, tradicionalmente de mayoría latina, han comenzado a transformarse por obra de una gentrificación inversa. Ahora, restaurantes gourmet y librerías hipsters conviven con cantinas y taquerías tradicionales. ¿La diferencia? Ahí los protagonistas del cambio también son jóvenes mexicanos o “chicanos” que adoptaron los hábitos del estilo de vida estadounidense. Ahí parte la primera pregunta: Entonces, ¿quién gentrifica a quién?
Las dudas han salido a la luz ¿es válido criticar la llegada de extranjeros a México, cuando miles de mexicanos viven como migrantes en otros países? ¿Qué diferencia hay entre un estadounidense que renta un departamento en la Condesa y un mexicano que abre un restaurante en Boyle Heights? ¿Por qué celebramos una cosa y condenamos la otra?
La respuesta, probablemente, está en el poder. No es lo mismo migrar huyendo de la violencia o la pobreza, que hacerlo con una Visa y una laptop para seguir cobrando en dólares mientras se consume en pesos. No es lo mismo perder tu hogar por una renta imposible de pagar, que mudarte a un país donde puedes pagar el triple de lo que cuesta tu barrio.
Pero esta distinción — necesaria para entender la desigualdad — no exime de responsabilidad a nadie. Los discursos de odio, ya sea desde el norte o desde el sur, solo profundizan las brechas. México ha sido históricamente tierra de acogida, sobre todo para migrantes centroamericanos, incluso cuando sus gobiernos han sido poco eficaces en garantizar sus derechos. Y aunque ahora el descontento ciudadano tenga motivos legítimos, replicar la violencia simbólica que se nos ha hecho desde otros países sólo perpetúa un bucle sin salida.
La ironía de un país expulsor y hostil
Organizaciones como Human Rights Watch y Human Rights First han documentado ampliamente los abusos cometidos contra migrantes en territorio mexicano: secuestros, violaciones, extorsiones e impunidad. En ciudades como Tapachula, las agencias de la ONU ya han reconocido la crisis humanitaria. Para muchos migrantes, incluso con todos los riesgos, Estados Unidos sigue siendo una opción más segura que México. Esa realidad debería encender las alarmas de quienes hoy nos gobiernan, mismos que han firmado acuerdos con aplicaciones como Airbnb para hacer del país “un destino turístico” .
Porque sí México se convierte en el país que expulsa a los suyos y repele al extranjero, ¿qué nos queda? ¿El nacionalismo vacío? ¿La nostalgia por una ciudad que ya no existe? ¿O el odio como consuelo ante la falta de soluciones?
Xenofobia disfrazada de resistencia
Una de las escenas más polémicas durante las recientes marchas anti-gentrificación en Ciudad de México fue el eco de una frase: “¡Mugres gringos, regresense a su país!”. Para algunos manifestantes, era una expresión legítima de hartazgo. Para otros, una muestra clara de xenofobia. Lo inquietante es que este tipo de frases que hoy adoptamos — las cuales en otros contextos sería condenada sin titubeos — ha sido replicada con una suerte de permiso social, como si el enojo justificara automáticamente el insulto.
¿En qué momento se volvió aceptable atacar al otro por su nacionalidad, su lengua o su color de piel? La ira tiene motivos legítimos: la expulsión de habitantes, la complicidad de autoridades, el encarecimiento de la vida urbana. Pero trasladar esa indignación hacia una población específica — en este caso los estadounidenses — solo repite el mismo patrón de exclusión que históricamente ha herido a millones de migrantes mexicanos.
Resulta incongruente que una sociedad que ha sufrido durante décadas discursos racistas y clasistas desde el norte del continente, ahora use los mismos lenguajes para “defenderse”. Y aún más preocupante es que en redes sociales y algunos medios, estas frases encuentren eco, burla o incluso aprobación. En otros países, una frase como esa sería razón suficiente para que una protesta perdiera legitimidad. En México, aún no hay un consenso claro.
La permisividad ante expresiones xenófobas, sin importar a quién están dirigidas, refleja una pérdida profunda de nuestra ética social. La discriminación, el racismo y la exclusión no cambian de naturaleza según el origen del sujeto discriminado. Cambian de rostro, pero no de fondo. Llamar “mugre” a alguien por su nacionalidad o clase social es tan ofensivo como hacerlo por su color de piel o su idioma.
Aceptar ese tipo de expresiones implica normalizar el prejuicio como defensa, el odio como argumento y la violencia simbólica como catarsis. Esa lógica no sólo deshumaniza al otro, sino que nos vuelve cómplices de la misma intolerancia que criticamos. Si bien es urgente visibilizar los efectos nocivos de la gentrificación, también es urgente hacerlo desde la ética, no desde la revancha.
Defender es válido, pero sin dejar de lado la ética
El verdadero enemigo no es el “gringo” ni el extranjero, sino un sistema económico que privilegia la especulación inmobiliaria por encima del derecho a la vivienda. En lugar de apuntar con el dedo a quienes rentan departamentos caros, el foco debe dirigirse a las plataformas, inmobiliarias y autoridades que permiten y promueven ese modelo de ciudad.
En una sociedad diversa, plural y global como la que aspiramos a ser, la solución no puede construirse desde el rechazo. El reto es defender el territorio, la identidad y el acceso equitativo a la ciudad, sin convertirnos en lo que tanto hemos sufrido. La responsabilidad es doble: exigir justicia, sí, pero hacerlo con respeto y empatía. Porque si no aprendemos a diferenciar entre resistencia y odio, podríamos perder más que una colonia. Así es, podríamos perder el alma democrática de nuestra sociedad.
En este espejo incómodo, la doble moral se hace evidente. Como país, exigimos respeto y derechos en el extranjero, pero muchas veces negamos ese mismo respeto en casa. Gritamos contra la gentrificación, pero participamos en ella cuando nos conviene. Hablamos de comunidad, pero reproducimos la exclusión.
Tal vez ha llegado el momento de cambiar el foco: no se trata de cerrar las puertas, sino de abrir el debate. Porque el problema no es el “otro”, sino el modelo de ciudad, de país y de futuro que estamos construyendo. Uno donde todos quepamos, o donde todos terminemos expulsados.
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