Generación colapsada: estudiar, sufrir, rendirse

La idealización de la juventud como una etapa de descubrimiento y entusiasmo, se ha convertido en un peso emocional invisible, difícil de nombrar y aún más difícil de tratar. La salud mental juvenil, lejos de ser un tema secundario, se ha convertido en un factor decisivo que condiciona trayectorias académicas, decisiones de vida y hasta la permanencia en las aulas.

Estudiar una carrera universitaria ha vuelto una prioridad la estabilidad emocional. Cuando esta pieza falta — como ocurre hoy con alarmante frecuencia — el resultado es un abandono que va más allá de lo escolar: es una ruptura con el futuro individual de cada uno de los estudiantes. Hoy en día, no es difícil saber que detrás de cada joven que abandona sus estudios, hay una historia de ansiedad, precariedad, duelo o desesperanza que podría haberse evitado.

Prevalencia de problemas de salud mental en estudiantes universitarios en México

En México, la salud mental juvenil vive en el margen. Solo el 2% del Producto Interno Bruto se destina a este rubro, y el 80% de esos recursos se concentran en infraestructura hospitalaria, sin un enfoque preventivo o psicoterapéutico. Esto provoca que miles de jóvenes enfrenten sus crisis emocionales sin acompañamiento profesional ni herramientas de contención.

La tasa de suicidios ha crecido dramáticamente: pasó de 6,494 casos en 2017 a 8,123 en 2022. El grupo más afectado tiene entre 20 y 34 años. Aunque las mujeres presentan una mayor ideación suicida, los hombres son quienes más consuman el acto. Trastornos como la depresión, ansiedad, estrés académico, la violencia familiar o el bullying, se vuelven detonantes en un contexto donde el silencio se ha normalizado en contra del cuidado.

En universidades mexicanas, antes de la pandemia ya se registraban señales alarmantes. Uno de cada cuatro alumnos presentaba algún trastorno mental. Hoy, más del 10% reporta sufrir depresión o ansiedad, y el 12.2% ha tenido pensamientos suicidas.

Cifras de abandono escolar en nivel superior

La deserción universitaria es otra cara del mismo abandono. Más del 40% de los estudiantes no concluyen sus estudios en el tiempo previsto, y muchos jamás regresan. Las razones son múltiples: falta de recursos económicos (45.7%), incompatibilidad con el programa (26.2%) o necesidad de trabajar (20.5%). Pero detrás de esas cifras se escabulle el cansancio, la incertidumbre, la desmotivación, y soledad.

Factores menos visibles como la presión académica, la falta de orientación vocacional o las expectativas familiares elevadas también empujan a los jóvenes fuera del sistema. Para muchos, abandonar la carrera no es un acto de irresponsabilidad, sino de supervivencia emocional. Como explica la psicóloga Mariana Fernández: “no se trata de un fracaso, sino de una oportunidad para reencontrarse”.

En un país que – históricamente – ha silenciado la salud mental, los servicios universitarios son una primera trinchera, más no lo suficiente. En muchas universidades existen centros de atención psicológica gratuitos, pero estos suelen estar saturados, con listas de espera largas y una cobertura limitada.

La mayoría ofrece orientación básica, no psicoterapia continua. La atención suele limitarse a crisis agudas y, en ocasiones, se canaliza a instituciones externas que también están rebasadas. Los estudiantes saben que existen estos espacios, pero también saben que no siempre hay cupo, tiempo o seguimiento. La salud mental, en este sentido, se vuelve una desesperación.

Factores externos que empeoran el estado emocional de los estudiantes

El contexto actual del país y la educación tampoco ayuda. Llegar a la universidad sin habilidades socioemocionales fortalece la vulnerabilidad. Problemas interpersonales, dificultades para organizar el tiempo, en ocasiones ser la cabeza de una familia, y una carga académica que exige sacrificar sueño y vida social, atentan al equilibrio mental.

La precariedad económica afecta la autoestima, genera frustración y rompe la sensación de pertenencia. Las adicciones — desde el alcohol y las drogas hasta las redes sociales y los videojuegos — son tanto causa como consecuencia de un deterioro emocional que no encuentra salida. El bullying, la discriminación y el aislamiento acentúan un malestar que se va instalando sin ser detectado.

Los estudiantes están más conectados que nunca, pero más solos que nunca. La falta de vínculos reales, de espacios seguros para hablar y pedir ayuda, hace que muchos sufran en silencio, sin saber que no están solos.

Iniciativas o programas universitarios para prevenir abandono por salud mental

Algunas universidades han tomado cartas en el asunto. El programa ESPORA, de la UNAM, ofrece un modelo de psicoterapia breve gratuito para su comunidad estudiantil. En 14 sesiones, los estudiantes reciben acompañamiento profesional con enfoque psicoanalítico y perspectiva de género.

Lo más valioso de este programa no es solo el tratamiento, sino la visión humanista que lo sostiene: se escucha sin prejuicios, se contextualiza el dolor, se valida el sufrimiento. La supervisión continua garantiza que la atención no sea solo técnica, sino ética. Gracias a este tipo de iniciativas, muchos alumnos han logrado permanecer en las aulas y recuperar la sensación de que estudiar no debería ser sinónimo de sufrir.

Comparativa con otros países de América Latina o la OCDE

A nivel internacional, México se queda atrás. Solo el 25% de su población considera la salud mental como un problema prioritario, frente al 69% en Chile o el 54% en Brasil. El país apenas cuenta con 0.2 psiquiatras y 3 psicólogos por cada 100,000 habitantes, una de las tasas más bajas de América Latina.

Mientras en Canadá o EE.UU. los programas escolares de salud mental son política pública, en México siguen siendo esfuerzos aislados. El 39.4% de adolescentes mexicanos presentan algún trastorno mental, y la ansiedad o depresión son ya parte del léxico cotidiano. Pero la atención no está garantizada. Y sin atención, no hay futuro.

Un llamado que comienza a preocupar a millones

La salud mental de los jóvenes mexicanos se desmorona en silencio. No hay gritos, ni protestas, ni marchas masivas. Solo abandono. Un abandono institucional que les dice que su tristeza no importa, que sus crisis son pasajeras, que sus angustias son debilidad.

Pero la verdad es otra: los jóvenes están quebrándose. Y el país, lejos de acompañarlos, parece mirar a otro lado. No basta con estadísticas ni con programas piloto. Hace falta una transformación estructural, una cultura que entienda que el bienestar emocional es tan importante como cualquier otro derecho.

Lo más alarmante es que, pese a las cifras y los testimonios, el tema sigue sin ocupar un lugar central en las políticas públicas. Urge visibilizar, hablar, exigir. Porque si dejamos que esta generación se derrumbe, no habrá reformas educativas, económicas o sociales que puedan sostener lo que venga.

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