Escuelas devastadas, infancias detenidas

La educación, uno de los derechos fundamentales de la infancia, se encuentra entre los sectores más vulnerables ante el impacto de los desastres naturales. Inundaciones, huracanes, sismos y otros fenómenos extremos no solo destruyen viviendas e infraestructuras, sino que alteran de manera profunda la vida escolar de millones de niños, especialmente aquellos que ya viven en condiciones de pobreza y marginación. 

En México, eventos recientes como las inundaciones en Veracruz en 2025 o el paso del huracán Otis en 2023 han puesto en evidencia cómo la emergencia climática agudiza desigualdades históricas, genera interrupciones prolongadas en el aprendizaje y expone a las comunidades a riesgos que trascienden lo material.

La vulnerabilidad amplificada por los desastres

Los desastres naturales, por su carácter súbito e incierto, alteran de manera inmediata la vida cotidiana y generan muertes, lesiones, daños materiales y un profundo desorden social. Aunque en apariencia afectan a todos por igual, sus consecuencias recaen con mayor fuerza en las poblaciones más frágiles. Entre ellas, los niños — especialmente aquellos que viven en pobreza — figuran como los más vulnerables frente a los efectos adversos que dejan estos eventos.

La infancia enfrenta los impactos con cuerpos y mentes aún en desarrollo. La falta de acceso a agua potable, alimentos suficientes o servicios básicos después de una emergencia incrementa su exposición a enfermedades contagiosas y malnutrición, dos factores críticos para la mortalidad infantil. A ello se suma una limitada capacidad psicológica para procesar lo ocurrido, lo cual desencadena episodios de angustia, depresión, estrés postraumático y alteraciones conductuales.

Las afectaciones estructurales agravan el panorama. Cuando la infraestructura sanitaria, educativa y habitacional se daña o destruye, los niños enferman con mayor frecuencia, reciben menos atención médica y pierden espacios clave para su estimulación, socialización y estabilidad emocional. A esto se suma el riesgo del desplazamiento, que desarticula redes familiares y comunitarias, fragmenta los sistemas de apoyo y aumenta la probabilidad de abandono, abuso, explotación o tráfico infantil.

Eventos recientes en México evidencian esta vulnerabilidad. Las inundaciones registradas en Veracruz entre el 6 y 9 de octubre de 2025 dejaron bajo el agua cientos de planteles, desde centros de educación inicial hasta primarias rurales. Al menos 303 escuelas presentaron daños severos, mientras que 6,599 planteles suspendieron clases, afectando a más de 380 mil estudiantes.

En el Pacífico, Acapulco continúa resintiendo las secuelas del huracán Otis, que en octubre de 2023 devastó viviendas, hoteles, comercios y, de manera significativa, el sistema escolar. Más de 445 planteles resultaron afectados con daños que incluyeron derrumbes, instalaciones inservibles y mobiliario destruido. La suspensión de clases dejó temporalmente sin escuela a más de 214 mil alumnos de Acapulco y Coyuca de Benítez. Aunque algunas instituciones lograron reabrir a inicios de 2024, lo hicieron en condiciones improvisadas, como aulas móviles, turnos reducidos o espacios temporales al aire libre.

Desafíos estructurales y secuelas que se extienden en el tiempo

Más allá del impacto inmediato, los desastres naturales desencadenan una serie de desafíos sociales, educativos y emocionales cuyas consecuencias pueden prolongarse durante años. La pérdida de bienes y la precariedad posterior a la emergencia obligan a muchas familias a priorizar la búsqueda de alimento, refugio y seguridad antes que la asistencia escolar de sus hijos. Esta situación compromete el retorno regular a la educación.

El daño a las infraestructuras educativas es otro factor crítico. Cuando los planteles quedan destruidos o inhabilitados, se pierde la posibilidad de contar con espacios adecuados para el aprendizaje. En varios casos, las escuelas se convierten en albergues temporales para las familias desplazadas, lo que impide la reanudación de actividades académicas durante semanas o meses.

La amenaza que representan los desastres para el sistema educativo rebasa la dimensión material: también cuestiona la capacidad de las comunidades para recuperarse. La educación es una herramienta central para restablecer la normalidad, reconstruir entornos estables y fortalecer las habilidades necesarias para la vida. Por ello, la pérdida o interrupción prolongada de la actividad escolar profundiza las desigualdades.

La vulnerabilidad tampoco se distribuye por igual. Mientras que los niños cuyas familias cuentan con capital financiero o redes de apoyo suelen recuperar más rápido la estabilidad y las rutinas, aquellos que viven en contextos de marginación enfrentan procesos de deterioro más prolongados, desplazamientos continuos y secuelas emocionales de largo alcance.

Las estrategias gubernamentales ante la crisis educativa

Frente a estos desafíos, el gobierno mexicano ha incorporado diversas medidas orientadas a fortalecer la educación en contextos de riesgo. A través de la Secretaría de Educación Pública (SEP), el Sistema Nacional de Protección Civil (SINAPROC) y el Centro Nacional de Prevención de Desastres (CENAPRED), se han impulsado acciones de preparación, capacitación y respuesta que buscan reducir la vulnerabilidad de las comunidades escolares.

Uno de los elementos centrales es la implementación de programas internos de protección civil en cada plantel. Estos incluyen la identificación de zonas de riesgo, rutas de evacuación, puntos de reunión y la conformación de brigadas de emergencia encabezadas por docentes y personal administrativo. Paralelamente, se han desarrollado materiales didácticos sobre prevención y actuación ante fenómenos como sismos, huracanes e inundaciones.

La integración de la educación para la reducción del riesgo de desastres en los planes de estudio representa otro eje clave. Con ello se busca que los alumnos comprendan el origen, las características y las consecuencias de estos fenómenos, al tiempo que adquieren habilidades prácticas para la prevención y la respuesta.

La distribución de guías, fascículos y contenidos educativos elaborados por la SEP y el CENAPRED tiene la finalidad de fortalecer la cultura de protección civil en el entorno escolar. Asimismo, la Escuela Nacional de Protección Civil (ENAPROC) ofrece cursos especializados dirigidos a la población general, incluyendo docentes, con el objetivo de promover una gestión integral del riesgo.

El propósito de estas acciones es generar comunidades escolares más resilientes, capaces de enfrentar situaciones adversas y minimizar los riesgos para salvaguardar la vida de estudiantes, maestros y familias. La educación, al reconocerse como un pilar para la recuperación posterior a un desastre, se convierte en una responsabilidad compartida entre instituciones, escuelas y sociedad.

Urgencia de blindar la educación en un país cada vez más expuesto

Los desastres naturales han revelado no sólo la fragilidad de la infraestructura educativa en México, sino también la profunda desigualdad que condiciona la recuperación de las comunidades afectadas. Mientras algunos planteles logran restablecer actividades en semanas, otros permanecen cerrados durante meses o años, prolongando brechas educativas que ya eran amplias. 

La infancia en situación de pobreza — la más afectada por la pérdida de bienes, el desplazamiento y la falta de servicios básicos — enfrenta secuelas que van más allá de la ausencia temporal de clases: estrés crónico, deterioro emocional, retrocesos en el aprendizaje y la ruptura de redes de apoyo esenciales.

Las estrategias gubernamentales, aunque avanzan en la construcción de una cultura de prevención, aún requieren fortalecerse para responder a un escenario donde los fenómenos extremos serán cada vez más frecuentes. 

La integración de la gestión de riesgos en los planes educativos, la capacitación docente y la adaptación de los planteles son pasos necesarios, pero insuficientes si no se acompañan de inversión sostenida, diagnósticos integrales y acciones que atiendan directamente la desigualdad estructural.

Blindar la educación implica reconocer su papel central en la reconstrucción física y emocional de las comunidades. También exige diseñar políticas que prioricen a quienes más pierden cuando ocurre un desastre: los niños que dependen de la escuela no solo para aprender, sino para mantenerse seguros, alimentados y conectados con un entorno estable. En un país expuesto a múltiples riesgos naturales, garantizar este derecho no puede ser una reacción tardía, sino una estrategia permanente.

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