En México, cada persona lee en promedio 3.2 libros al año, esta es la cifra más baja registrada en los últimos seis años, de acuerdo con el Módulo sobre Lectura (MOLEC) 2024 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). El descenso no sólo refleja una reducción en el consumo cultural, sino también un debilitamiento en una de las herramientas más relevantes para comprender el mundo: la lectura sostenida.
Desde 2015, el porcentaje de población adulta que dice leer al menos un material ha caído casi 15 puntos porcentuales. La tendencia es clara: se lee menos, y cuando se lee, se hace de manera más fragmentada.
Docentes, editores y escritores llevan años alertando que la lectura ha sido desplazada por otras formas de consumo rápido de información. Pero lo que está en juego no es solo el número de libros terminados, sino las capacidades que se construyen a partir del acto de leer: la concentración prolongada, la interpretación crítica, la posibilidad de empatizar con perspectivas ajenas, la comprensión de estructuras sociales complejas. Leer no es únicamente descifrar palabras; es un ejercicio de construcción de sentido, uno que sostiene el pensamiento público y la vida democrática.
La lectura en México está atravesada por la desigualdad. Los grupos de 18 a 24 años y 25 a 34 son los que más leen, especialmente en formatos digitales. Sin embargo, conforme avanza la edad, el hábito disminuye y se vuelve más esporádico. A ello se suma el peso de las diferencias socioeconómicas: quien tiene acceso a libros desde la infancia, quien ve adultos leyendo a su alrededor, quien dispone de una biblioteca cercana o de internet estable, desarrolla el hábito con mayor naturalidad. La lectura sigue siendo, en buena medida, un privilegio.
Si se mira hacia el exterior, la situación tampoco resulta alentadora. Los resultados de la prueba PISA 2022 ubicaron a México por debajo del promedio de la OCDE en comprensión lectora. La mitad de los estudiantes evaluados tuvo dificultades para identificar y relacionar información en textos breves. Este rezago no empieza en la educación media, sino mucho antes, pues es en la niñez cuando este hábito se adquiere.
En México la Red Nacional de Bibliotecas Públicas cuenta con más de siete mil bibliotecas en todo el territorio, aunque muchas carecen de actualización de acervo y personal capacitado. Las Salas de Lectura, impulsadas desde los años noventa, han demostrado que la lectura se fortalece en comunidad: círculos pequeños, libros compartidos y el fomento en casa sin presión. Allí donde las instituciones fallan, la lectura renace a partir del vínculo.
La importancia de leer radica en algo que no siempre aparece en las estadísticas: la capacidad de imaginar alternativas. Un país que lee puede narrarse a sí mismo, puede recordar su historia, cuestionar sus violencias, discutir sus políticas y proyectar futuros. Un país que no lee pierde herramientas para reconocerse. La lectura no soluciona la desigualdad económica ni la inseguridad, pero sí ayuda a formar ciudadanos más críticos, capaces de identificar discursos manipuladores, de comprender causas y efectos, de participar en la construcción de lo común.
Es en este contexto que el 12 de noviembre se conmemora el Día Nacional del Libro, instaurado en 1979 para homenajear el nacimiento de Sor Juana Inés de la Cruz. La fecha busca celebrar el libro como artefacto cultural y como herramienta de pensamiento. Pero la celebración resulta insuficiente si no va acompañada de políticas sostenidas, bibliotecas vivas, presupuesto estable y programas educativos que permitan que el libro deje de ser un objeto solemne y pase a ser uno cotidiano.
El reto no está solo en incentivar la lectura, sino en devolverle su sentido el de leer para conocerse, para dialogar, para disputar narrativas, para imaginar soluciones donde parece que ya no quedan. La pregunta central ya no es cuántos libros leemos, sino qué tipo de país estamos construyendo cuando dejamos de leer.
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