En una democracia, cada voto representa la voz de un ciudadano. Pero cuando ese voto es manipulado, alterado o ignorado, se está cometiendo un fraude para favorecer a una persona o grupo pasando sobre la voluntad popular, lo que suscita que el mandato del pueblo no es respetado y por lo tanto el pacto social es quebrantado.
En México, la historia electoral ha estado marcada por episodios de fraude que han dejado huella en la memoria colectiva, debilitando la confianza ciudadana y enturbiando los procesos democráticos. Aunque el país ha avanzado en mecanismos legales y de vigilancia electoral, el fantasma del fraude sigue presente como uno de los principales enemigos de la democracia.
La democracia no es sólo una forma de gobierno, sino un sistema de valores donde el poder emana del pueblo. Es la garantía de participación, pluralismo, rendición de cuentas y respeto a los derechos humanos. En México, tras décadas de autoritarismo y elecciones cuestionadas, la alternancia política y la consolidación de instituciones como el Instituto Nacional Electoral (INE) han sido conquistas fundamentales.
Sin embargo, el fortalecimiento democrático requiere más que instituciones: demanda confianza, legalidad y una ciudadanía informada. Y nada erosiona más esa confianza que el fraude electoral.
¿Qué es el fraude electoral?
El fraude electoral es cualquier acción deliberada para alterar el resultado de una elección, violando la ley y los principios democráticos. Puede adoptar múltiples formas como la compra o coacción del voto, alteración de actas, uso indebido de programas sociales, manipulación del padrón electoral, utilización ilegal de recursos públicos, falsificación de boletas o incluso la intimidación de votantes y funcionarios de casilla.
Más allá de una irregularidad técnica, el fraude representa una violación al derecho político de elegir y ser elegido. Es una traición al principio de representación popular y una distorsión del mandato ciudadano.
El impacto del fraude electoral va más allá del resultado inmediato de una elección. En el mediano y largo plazo, corroe la legitimidad de las instituciones, desincentiva la participación política, genera desafección ciudadana y abre espacio a la violencia o la ingobernabilidad.
México cuenta con un marco legal que previene y sanciona conductas fraudulentas. El Código Penal Federal, en sus artículos 411 a 413, tipifica delitos electorales como el uso de violencia para alterar elecciones, la falsificación de actas, la alteración del padrón y la coacción del voto. Las penas van de seis meses a nueve años de prisión, dependiendo de la gravedad.
Además, existe la Ley General en Materia de Delitos Electorales, vigente desde 2014, que establece sanciones para funcionarios públicos, candidatos, partidos políticos y ciudadanos que incurran en conductas ilícitas. Entre las prácticas sancionadas están el uso indebido de programas sociales, el condicionamiento de servicios y la entrega de dádivas a cambio de votos.
En 2021, con las reformas impulsadas por la Fiscalía Especializada en materia de Delitos Electorales (FEDE), el fraude electoral se consideró delito grave, lo que implica prisión preventiva oficiosa. No obstante, la aplicación efectiva de estas sanciones ha sido intermitente y, en muchos casos, politizada.
El INE y los tribunales electorales desempeñan un rol fundamental en la vigilancia y sanción de irregularidades, pero no actúan solos. La observación electoral, los medios de comunicación y la participación ciudadana son claves para identificar y documentar actos fraudulentos.
En los últimos procesos, el uso de redes sociales ha permitido que los ciudadanos denuncien en tiempo real prácticas indebidas. Sin embargo, también ha abierto un nuevo frente de disputa: la desinformación y la manipulación digital, una forma de fraude blando que incide en las percepciones más que en los resultados directos.
Y ante todo esto surge una pregunta ¿cómo podemos los mexicanos blindar la democracia?
Blindar la democracia requiere más que leyes. Implica voluntad política para sancionar sin excepción, autonomía real de las autoridades electorales, transparencia en el financiamiento de campañas y una cultura de legalidad desde los partidos.
Pero sobre todo, demanda una ciudadanía activa, capaz de defender su derecho a decidir. El voto no es sólo un trámite, es el instrumento con el que se construye el futuro común. Si se vulnera, lo que está en juego no es una elección, sino el contrato democrático en su totalidad.
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