El campo mexicano cerró 2025 caminando sobre una cuerda floja. Hubo cosechas que resistieron, productos que levantaron cabeza y regiones que lograron sortear la sequía, pero el balance general es de fragilidad. El agro sigue atrapado entre fenómenos climáticos cada vez más extremos, costos de producción que no dejan margen y una violencia que ya no es un problema colateral, sino un factor que decide qué se siembra, cuánto cuesta producir y, en muchos casos, si vale la pena seguir en la tierra.
Este año, la producción agrícola mostró claroscuros. De acuerdo con cifras oficiales, el volumen físico del sector tuvo repuntes en meses clave de 2025, impulsado por cultivos como el sorgo, el tomate, el aguacate y algunas zonas productoras de maíz. Sin embargo, ese rebote no alcanzó para borrar el deterioro estructural del campo ni las pérdidas acumuladas por sequías prolongadas, inundaciones y abandono de tierras.
El clima volvió a imponer las reglas. En el norte y centro del país, la sequía redujo rendimientos y obligó a miles de productores a sembrar menos hectáreas o, de plano, a no sembrar. En el sur y el Pacífico, las lluvias intensas y los huracanes golpearon con fuerza. El huracán Erick, por ejemplo, dejó daños en Oaxaca y Guerrero, con afectaciones a cultivos básicos y caminos rurales que complicaron la salida de mercancía.
Especialistas en cambio climático coinciden en que estos eventos ya no son excepciones. Investigadores de universidades públicas y organismos internacionales han advertido que México enfrenta ciclos más cortos de lluvia, temperaturas más altas y fenómenos extremos más frecuentes, lo que vuelve impredecible la planeación agrícola y eleva el riesgo de pérdida total de cosechas.
En medio de ese escenario, algunos productos lograron sostenerse. El aguacate mantuvo su peso como producto estrella de exportación, aunque con mayores costos de seguridad y transporte. El tomate y el sorgo registraron avances en volumen, y ciertas regiones maiceras lograron recuperar parte de lo perdido en años previos.
Pero otros cultivos clave se quedaron rezagados. El maíz blanco que es la base de la alimentación nacional, tuvo caídas importantes en varios ciclos agrícolas, sobre todo en zonas con menor acceso a riego. El frijol y el trigo enfrentaron problemas similares. El resultado es un país que produce menos de lo que necesita en granos básicos y depende cada vez más de importaciones, especialmente de Estados Unidos.
Economistas rurales advierten que esta dependencia no es solo un tema comercial: impacta directamente en los precios de la tortilla, el pan y otros alimentos básicos, presionando la inflación y el bolsillo de millones de familias.
El mal momento del campo no nació este año. Arrastra problemas históricos: falta de crédito, apoyos mal focalizados, escasa tecnificación, infraestructura de riego insuficiente y altos costos de fertilizantes y energía. Muchos pequeños y medianos productores trabajan con márgenes mínimos o en números rojos.
La diferencia es que ahora a esa lista se sumó un factor que lo cambia todo: el control del crimen organizado sobre amplias zonas productivas.
Rehén del crimen organizado
Hoy, en varias regiones del país, sembrar implica negociar con grupos criminales. Productores denuncian cobros por hectárea, extorsiones por tonelada cosechada, imposición de proveedores de insumos y control de rutas de transporte. No pagar significa amenazas, incendios de parcelas o, en el peor de los casos, asesinatos.
Jorge Esteve, presidente del Consejo Nacional Agropecuario, ha señalado que alrededor del 20 por ciento de las parcelas agrícolas en México ya no se están sembrando, en buena medida por la violencia y la extorsión. Además, el propio CNA ha documentado que estos cobros ilegales encarecen entre 10 y 20 por ciento el precio final de algunos alimentos.
El crimen no solo golpea al productor; termina impactando al consumidor.
En 2025 se repitieron los asesinatos de líderes agrícolas, los bloqueos carreteros y el abandono de tierras. En estados como Michoacán, Veracruz, Guerrero y Zacatecas, hay zonas donde los transportistas se niegan a circular sin escoltas y los productores prefieren dejar la cosecha en el campo antes que arriesgar la vida.
Académicos especializados en seguridad y desarrollo rural advierten que el crimen organizado ya no ve al campo solo como territorio, sino como negocio: controla la producción, la distribución y, en algunos casos, la exportación. Eso convierte al agro en un frente más de la disputa criminal.
Cuando el campo falla, el impacto es nacional. Suben los precios de los alimentos, se pierden empleos rurales, aumenta la migración interna y se debilita la seguridad alimentaria. Un país que no puede garantizar su producción básica queda expuesto a choques externos y crisis sociales.
Además, la violencia en el agro mina la confianza para invertir y rompe el tejido social en comunidades enteras.
Especialistas coinciden en que no basta con apoyos económicos. Se necesita una política integral que combine inversión en riego y tecnificación, acceso real al crédito, seguros contra desastres climáticos y, sobre todo, seguridad efectiva en las regiones rurales.
Mientras el crimen organizado siga decidiendo quién siembra, cuánto paga y cómo se mueve la cosecha, cualquier intento de rescatar al campo será insuficiente. El panorama agrícola de 2025 deja una advertencia clara: sin seguridad, no hay producción; y sin campo, no hay país.
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