El año de 1968 quedó grabado en la memoria de México como una herida abierta y, al mismo tiempo, como un faro de conciencia cívica. Lo que inició como un movimiento estudiantil en busca de libertad, democracia y justicia social, terminó marcado por la represión y la sangre derramada en la Plaza de las Tres Culturas. El 2 de octubre no solo representa una tragedia, sino también un punto de quiebre en la historia moderna del país. Medio siglo después, sigue siendo un símbolo cargado de significados y contradicciones.
El escenario internacional: juventudes en pie de lucha
La década de los sesenta fue turbulenta en todo el mundo. En París, en Praga, en Berkeley y en Buenos Aires, los estudiantes encabezaban protestas contra regímenes autoritarios, la guerra de Vietnam o las desigualdades sociales. El historiador Enrique Krauze lo resume así: “1968 fue el año de la juventud rebelde, que quiso cambiar al mundo desde las aulas”. México no fue la excepción: una juventud universitaria cada vez más crítica cuestionaba al gobierno priista que llevaba décadas en el poder.
La Guerra Fría también pesaba sobre el ambiente. Las ideologías socialistas y comunistas buscaban influencia en movimientos juveniles, mientras que los gobiernos de corte autoritario —como el de Gustavo Díaz Ordaz— veían cualquier protesta como una amenaza a la estabilidad y al orden.
El contexto nacional: modernización y autoritarismo
México vivía la paradoja de un país que se mostraba al mundo como modernizado y en crecimiento —preparando los Juegos Olímpicos de octubre de 1968— pero donde las libertades civiles estaban restringidas. La desigualdad social, la falta de apertura democrática y los abusos de autoridad generaban un caldo de cultivo de inconformidad.
El politólogo Sergio Aguayo ha señalado que “el 68 fue la primera gran grieta en la narrativa del México moderno que el PRI vendía al mundo”. Para un gobierno obsesionado con la “unidad nacional” y la imagen internacional, las marchas estudiantiles eran intolerables.
La chispa: represión y movilización
El movimiento no nació de una gran ideología, sino de un conflicto menor entre estudiantes de escuelas de educación media en julio de 1968. La violenta intervención del Cuerpo de Granaderos y la ocupación militar de planteles detonaron la indignación. Poco a poco, universidades como la UNAM y el IPN se sumaron a la protesta.
El Consejo Nacional de Huelga (CNH) aglutinó a los jóvenes y puso sobre la mesa un pliego petitorio con demandas claras: libertad de presos políticos, desaparición de cuerpos represivos, derogación de delitos de disolución social, entre otros. Lo que pedían era democracia y respeto a los derechos.
Las manifestaciones masivas en el Zócalo, en avenidas principales y en plazas públicas mostraban un despertar ciudadano. Sin embargo, la respuesta oficial fue cada vez más dura.
Tlatelolco: la masacre del 2 de octubre
La tensión llegó al límite el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Miles de estudiantes y familias se reunieron para escuchar a los líderes del CNH. Lo que ocurrió después sigue siendo motivo de debate, pero lo indiscutible es la tragedia: ráfagas de armas de fuego, caos y decenas —quizá cientos— de muertos.
Testigos como Ana María, entonces estudiante del IPN, recuerdan: “Lo que vivimos fue terror puro. Nunca pensamos que el gobierno pudiera disparar contra su propia juventud. Corrí entre cuerpos, llorando, buscando a mis compañeros”.
La cifra oficial habló de 26 muertos. Investigaciones independientes y de derechos humanos sostienen que fueron más de 300. La represión fue brutal y dejó una marca indeleble en la conciencia nacional.
Consecuencias inmediatas: miedo y silencio
El 68 no acabó en Tlatelolco. Vino una ola de persecuciones, encarcelamientos y un clima de miedo. Muchos estudiantes se replegaron, otros se radicalizaron y algunos se fueron al exilio. El gobierno logró celebrar los Juegos Olímpicos, pero el costo fue la desconfianza ciudadana hacia las instituciones.
El sociólogo Raúl Trejo Delarbre lo sintetiza: “Después del 2 de octubre, el PRI perdió para siempre el monopolio del discurso democrático”.
Una mirada crítica: entre lucha legítima y manipulación
Sin embargo, un análisis honesto también debe reconocer que en el movimiento coexistieron fuerzas diversas. Si bien la mayoría de los estudiantes buscaba libertad democrática, también hubo intentos de manipulación ideológica. Grupos de izquierda radical, influenciados por el socialismo internacional, buscaron encauzar la protesta hacia la confrontación directa con el Estado.
El politólogo Luis González de Alba, sobreviviente del 68, reconoció años después: “Nosotros queríamos democracia, pero algunos soñaban con revolución. Y esa mezcla fue peligrosa”.
La transformación social debe buscar el bien común, la dignidad humana y el diálogo. En palabras de san Juan XXIII: “La paz se funda en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. La confrontación violenta nunca construye; al contrario, destruye vidas y comunidades.
El Movimiento del 68 no puede reducirse a un relato en blanco y negro. Fue lucha por la democracia, pero también escenario de represión y manipulación ideológica. Fue tragedia, pero también semilla de conciencia ciudadana.
Hoy, la lección que deja es clara: la participación ciudadana es necesaria, pero debe ejercerse con responsabilidad, diálogo y compromiso con el bien común. El 2 de octubre no se olvida, no solo porque se recuerda a las víctimas, sino porque obliga a las nuevas generaciones a construir un México más justo y libre.
Como concluye el padre Alejandro Solalinde: “Recordar el 68 es decirle a los jóvenes de hoy que la valentía debe ir acompañada de sabiduría. El cambio no viene de la violencia, sino del poder de las ideas y del compromiso con la verdad”.
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