El peso de una elección eterna

Una mirada al instante más solemne del Cónclave, cuando un hombre se convierte en Papa y el mundo contiene el aliento

Al concluir el proceso del Cónclave, cuando el humo blanco se eleva sobre la Capilla Sixtina y millones de personas alrededor del mundo dirigen la mirada hacia Roma, un momento íntimo e invisible para la mayoría se desarrolla en un pequeño espacio: la Stanza delle Lacrime.

Este recinto, adyacente a la Sixtina, ha sido testigo del instante más humano de quienes asumen el papado. “Es allí donde el elegido llora, no por miedo, sino por la certeza de que su vida ya no le pertenece”, explica el historiador italiano Massimo Faggioli. El nombre —Sala de las Lágrimas— no es una metáfora: “Muchos papas, incluyendo a Juan Pablo II y Benedicto XVI, rompieron en llanto al cruzar ese umbral”, confirma el ceremonialista vaticano Mons. Guillermo Karcher.

Tres juegos de vestiduras blancas —en tallas pequeña, mediana y grande— esperan sobre una mesa sencilla. A pocos metros, el nuevo Papa, aún llamado por su nombre secular, eleva una oración personal. En palabras de Benedicto XVI: “En ese instante, uno siente todo el peso de la historia y del Evangelio sobre sus hombros” (discurso a la Curia, 2005). El elegido cruza entonces un umbral irreversible: deja atrás su identidad para asumir la de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro.

El momento de la bendición Urbi et Orbi

Mientras el elegido se prepara, el mundo espera. La atención se traslada entonces a la loggia central de la Basílica de San Pedro. Allí, el cardenal protodiácono —actualmente el cardenal Jean Zerbo— pronuncia la frase que señala un nuevo capítulo en la historia de la Iglesia: “Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam”.

El nuevo Papa aparece, vestido de blanco y acompañado por la cruz procesional. Alza su mano temblorosa para impartir la bendición Urbi et Orbi, a la ciudad y al mundo. Es una bendición que no solo transmite gracia espiritual, sino también un mensaje político, pastoral y humano.

Según L’Osservatore Romano, “ese gesto tiene un peso teológico profundo: es el símbolo de una autoridad que no se impone, sino que se ofrece como servicio” (ed. 14 de marzo, 2013).

Un camino sellado por lágrimas, oración y silencio

El Cónclave no es simplemente una votación. Está precedido por días de intensas Congregaciones Generales, oraciones comunitarias y discernimiento personal. Los cardenales, aislados del mundo en la Sixtina, juran bajo pena de excomunión guardar secreto de todo lo discutido. “Es uno de los últimos actos verdaderamente sacros del mundo moderno”, afirma John L. Allen Jr., veterano vaticanista.

El proceso culmina en una decisión que no solo elige a un líder espiritual, sino a una figura global. Como dijo el papa Francisco en 2013: “El que es elegido no puede decir que no, porque no se trata de sí mismo: se trata de la Iglesia y del pueblo de Dios”.

Memoria y símbolo: entre historia y eternidad

La Stanza delle Lacrime ha sido escenario silencioso de este momento desde hace siglos. Pío XII, que asumió el papado en 1939 en medio de amenazas bélicas, se encerró allí por casi una hora. Juan Pablo I, elegido en 1978, salió de la sala murmurando: “Que Dios me perdone por lo que van a hacer conmigo”. Francisco, en su turno, pidió a sus electores: “Recen por mí, antes de que los bendiga”.

Hoy, mientras el Cónclave 2025 escribe una nueva página, la historia sigue su curso. Desde este rincón del mundo donde lo sagrado se encuentra con lo humano, miles de fieles observan, oran y esperan. El peso de una elección eterna se posa nuevamente sobre los hombros de un solo hombre, para guiar a más de mil millones.

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