Devolver personas también significa devolver compromisos: a dignidad, inclusión y futuro. México vive un momento de introspección y desafío, cuando miles de sus hijas e hijos que cruzaron fronteras regresan bajo distintas circunstancias: deportaciones, retorno voluntario, cierre de oportunidades en el exterior. Esos retornos no son solo movimientos geográficos, sino señales de que las realidades económicas, sociales y políticas exigen respuestas sólidas. Porque la migración no termina con el regreso, empieza con la reintegración. Esa exige estructura, voluntad y conciencia de bien común.
En los últimos días, el programa México te Abraza ha reflejado este desafío con cifras recientes: cerca de 90,000 mexicanos retornados han sido atendidos mediante esa política. Se articula con oficinas de asistencia en la frontera norte, que ayudan con trámites básicos, salud, transporte a comunidades de origen, CURP, acceso a servicios sociales.
Pero las cifras muestran también que los retornos no garantizan por sí solos la equidad o la superación de la vulnerabilidad. Muchos de quienes regresan lo hacen con las manos vacías, sin redes locales fuertes, con deudas acumuladas, expectativas frustradas. Se enfrentan además a barreras laborales —la informalidad, la falta de reconocimiento de experiencia o formación adquirida en el extranjero—, así como a desafíos psicosociales: estigma, incertidumbre, arraigo interrumpido.
En este contexto, la visión de la Doctrina Social de la Iglesia se alinea perfectamente: la dignidad de la persona no es una concesión, sino un principio; la subsidiariedad pide que los programas locales estén empoderados para responder a las realidades específicas de cada comunidad; la solidaridad reclama que la nación entera —ciudades, estados, sociedad civil, iglesia— contribuya para que los retornados no sean una cifra, sino ciudadanos plenamente restablecidos.
¿Qué requiere México? Primero, una política nacional de reintegración migratoria estructural, coherente y permanente, no sujeta a coyunturas ni campañas mediáticas. Esa política debe contemplar validación de competencias, certificación de estudios adquiridos en el extranjero, mecanismos de financiamiento productivo, microcréditos, capacitación laboral local, y alternativas productivas sustentables. Segundo, infraestructura local — oficinas comunitarias, centros de salud, espacios de vinculación laboral — para que las personas retornadas no dependan exclusivamente del apoyo federal, sino se integren desde su lugar de origen. Tercero, acompañamiento psicosocial, educativo, cultural, que cuide no sólo del cuerpo sino del espíritu, del tejido social que muchas veces ha sido fracturado.
Si se actúa bien, los retornados pueden ser un motor de desarrollo local: emprendedores, trabajadores, puentes de conocimiento, capital relacional. Pueden revitalizar pueblos, dinamizar economía local, reforzar redes sociales que fortalezcan tejido comunitario. Pero si se deja pasar esta oportunidad, el retorno puede devenir en estancamiento, episodios de fragilidad, pérdida de talento humano.
El reto no es solo recibir. Es transformar el regreso en reconstrucción digna. México tiene los instrumentos: programas, apoyo internacional, sociedad civil comprometida. Lo que falta es voluntad política, transparencia y corresponsabilidad. Serán los retornados quienes juzguen si se les dio la mano —y lo que sea que quede será espejo de nosotros como nación.
Facebook: Yo Influyo
comentarios@yoinfluyo.com