Del mestizaje al multiculturalismo

Cuando escuchamos la palabra “migrante” pensamos en alguien que cruza una frontera hoy. Pero la verdad incómoda —y profundamente humana— es que casi ninguna nación actual puede explicarse sin oleadas de personas que llegaron de lejos, fueron llevadas por la fuerza o tuvieron que huir. Eso incluye a México.

Desde el siglo XVI con la colonización europea y la esclavitud africana, hasta los movimientos de reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial y las crisis de refugiados del siglo XX, la movilidad humana ha definido poblaciones, economías y equilibrios de poder. La Organización Internacional para las Migraciones recuerda que la historia de la migración “es la historia de la humanidad y su progreso”, pero también de “conflicto y sufrimiento”. Esa tensión —dignidad humana vs. explotación— atraviesa todo este reportaje.

Bajo la luz de la Doctrina Social de la Iglesia, que insiste en la dignidad inalienable de la persona y en la responsabilidad ética hacia el migrante vulnerable, y desde valores profundamente mexicanos como la solidaridad, la familia y el bien común, vale la pena mirar sin romanticismo ni miedo: ¿cómo las migraciones hicieron el mundo como lo conocemos?

Vamos región por región.

Américas: “naciones de inmigrantes”, mestizaje y afrodescendencia

Las Américas son, literalmente, el laboratorio más grande de migración masiva moderna. Primero llegó la colonización europea desde el siglo XVI. Después, la trata transatlántica de esclavos. Más tarde, entre 1850 y 1914, una avalancha de migración europea voluntaria reconfiguró ciudades enteras en el continente. Nada en América —ni México, ni Brasil, ni Estados Unidos, ni Argentina— existe sin esa mezcla.

Tras la conquista europea, lo que hoy es México vivió una catástrofe demográfica. Se calcula que la población del mundo mexica, que rondaba unos 20 millones, cayó a poco más de 1 millón en un siglo debido a epidemias, violencia y dislocación social. Ese vacío poblacional, sumado a la imposición colonial y a nuevas estructuras económicas, abrió paso a una sociedad mestiza: indígena, europea y, más tarde, africana.

La mezcla no fue una fusión armoniosa, sino una jerarquía racializada. Pero esa mezcla terminó siendo estructural: idioma, comida, religión, arquitectura, familia. En términos de Doctrina Social de la Iglesia, esto nos obliga a reconocer una verdad: la dignidad indígena y afrodescendiente no fue respetada. Y, sin embargo, de ese choque violento nació la identidad cultural que hoy los mexicanos defendemos con orgullo.

Entre el siglo XVI y mediados del XIX, alrededor de 11 millones de africanos fueron capturados y enviados a las Américas como esclavos. Brasil recibió casi la mitad —unos 5 millones de personas esclavizadas desembarcaron allí—, convirtiendo a ese país en una de las mayores sociedades afrodescendientes del planeta.

Eso dejó huellas profundas. La música, la comida, la religión popular, la resistencia política negra en el Caribe, en Brasil, en el sur de Estados Unidos: todo está marcado por esa diáspora forzada. La economía azucarera, algodonera y minera colonial americana fue construida literalmente con trabajo esclavo africano.

Hoy, en América Latina, negar ese legado es negar justicia. Para un país como México —que habla de igualdad y bien común— reconocer la raíz afro es parte de sanar la deuda histórica, que es también un mandato moral católico básico: ver al otro como hermano, no como recurso humano explotable.

Del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, decenas de millones de europeos —italianos, irlandeses, españoles, alemanes, polacos, judíos asquenazí, etc.— salieron de una Europa superpoblada y en crisis y cruzaron el Atlántico. Las estimaciones hablan de hasta 50 millones de europeos que emigraron al exterior entre 1850 y 1914, en gran medida hacia Estados Unidos, Argentina, Canadá, Brasil y Australia.

Esto no solo llenó campos y fábricas: redibujó la identidad nacional.

  • Estados Unidos se define todavía como “nación de inmigrantes”. Hijos de migrantes han sido fundadores de industrias tecnológicas y científicas claves; gran parte de la élite académica y empresarial del país es de primera o segunda generación migrante.
  • Argentina cambió profundamente entre 1870 y 1930 con la llegada masiva de italianos y españoles. Buenos Aires dejó de ser puerto periférico y se volvió una metrópoli cosmopolita. Esa migración blanca europea creó un relato nacional de “somos europeos en América”, relato que hasta hoy influye en política e identidad.
  • Brasil, además de la raíz africana forzada, recibió europeos y más tarde migrantes de Japón, lo que consolidó uno de los mosaicos étnico-culturales más complejos del mundo.

“Mi abuelo siempre decía: ‘Yo no llegué a la Argentina, la Argentina llegó a mí. Porque cuando crucé el Atlántico ya no podía volver’, y eso nos marcó a todos. Nos enseñó que estar aquí era un compromiso, no un accidente”, cuenta Martín, nieto de inmigrantes italianos en Mar del Plata. Su frase ilustra que migrar no fue turismo: fue ruptura familiar definitiva.

América quedó demográfica y culturalmente definida por la movilidad humana. Las discusiones actuales sobre ciudadanía, racismo estructural, desigualdad, lengua y pertenencia vienen de ahí. No es casual que el debate migratorio en Estados Unidos o México hoy siga siendo emocional: está tocando la raíz de quién tiene derecho a decir “esta es mi casa”.

Europa: de exportadora a receptora; poscolonialismo y multiculturalidad

Europa fue durante siglos el continente que expulsaba población. Pero después de 1945, con la reconstrucción posguerra, la descolonización y el envejecimiento demográfico, Europa pasó a ser receptora. Ese giro cambió no solo la economía sino también la definición de “ser europeo”.

En el siglo XIX y hasta 1914, Europa “exportó” población a las Américas y Oceanía. Esa válvula de escape social y económica reducía tensiones internas.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la ecuación cambió. Europa occidental necesitaba mano de obra barata para reconstruir fábricas, infraestructura, servicios. Alemania Occidental, Francia, el Reino Unido y otros países recurrieron a trabajadores extranjeros.

  • Alemania lanzó el modelo del Gastarbeiter (“trabajador invitado”), atrayendo sobre todo a turcos, yugoslavos, italianos y griegos en los años 60 y 70. Este modelo asumía que el trabajador extranjero venía a producir pero no necesariamente a quedarse ni a integrarse.
  • Francia recibió población del Magreb (Argelia, Marruecos, Túnez) y de África occidental, procedente de excolonias francesas.
  • Reino Unido recibió flujo caribeño y surasiático (India, Pakistán, Bangladesh) ligado a su antiguo imperio.

En pocas décadas, barrios enteros en París, Marsella, Berlín, Múnich, Londres o Birmingham se volvieron multiculturales. Hoy, la población inmigrante en países como Alemania supera el 15 %, en Francia ronda el 10 % y en Reino Unido se acerca al 14 %. Estas comunidades moldearon música, gastronomía, deportes y política nacional.

España es un caso interesante. Durante gran parte del siglo XX fue país de emigración (hacia América Latina y Europa). Pero a partir de los noventa y dos mil, se convirtió en país receptor de latinoamericanos, africanos y europeos del Este. Ese giro acelerado modificó su perfil demográfico, su mercado laboral (servicios, cuidados, construcción), su política migratoria y su conversación interna sobre identidad nacional.

Hoy Europa enfrenta debates intensos: ¿la integración es asimilación (tú te vuelves “como nosotros”) o reconocimiento (nos hacemos un “nosotros” nuevo y plural)?
Esto toca fibras religiosas, culturales y de seguridad. Se discute el uso del velo, la segregación urbana, el acceso a ciudadanía, la discriminación estructural en empleo y policía, y el auge de partidos antiinmigración.

Aquí aparece la tensión entre soberanía y dignidad humana. La Doctrina Social de la Iglesia afirma que la persona migrante tiene derechos básicos, independientemente de papeles; la política europea, en cambio, ha oscilado entre abrir programas laborales e intentar frenar llegadas por mar con muros físicos o acuerdos de contención en terceros países. Esta contradicción se siente especialmente en Italia, Grecia o España frente a la migración desde África y Medio Oriente.

Europa dejó de ser homogénea. Se volvió plural. Y eso no es un accidente reciente, sino la consecuencia directa de su historia imperial y de las necesidades económicas de su posguerra.

Medio Oriente y Norte de África (MENA): Estado de Israel, diásporas palestinas y economía del Golfo dependiente de migrantes

La región MENA (Middle East and North Africa) es quizá el ejemplo más claro de cómo migración, conflicto y geopolítica están cosidos.

Tras el Holocausto y el final del Mandato Británico, en 1948 se proclamó el Estado de Israel. Ese nuevo Estado se construyó con migración: cientos de miles de judíos europeos y posteriormente judíos de países árabes y del norte de África llegaron como población fundacional.
En términos demográficos, Israel es literalmente una nación creada por inmigración.

El reverso humano de ese proceso fue palestino. La guerra de 1948 implicó la expulsión o huida de una gran parte de la población árabe palestina original. Esa población se convierte en diáspora regional: campos de refugiados en Líbano, Jordania, Gaza, Cisjordania, Siria. Es una herida que definió la política árabe-israelí, la política interna de países vecinos y hasta la identidad política palestina, que vive —hasta hoy— como nación dispersa.

Esto no es migración “económica”: es desplazamiento forzado por conflicto. Y es permanente. La categoría moderna de “refugiado”, que después de la Segunda Guerra Mundial adquiere identidad legal internacional bajo la Convención de 1951, nace para casos como éste: proteger a quien huye de persecución y guerra. Esa noción del refugiado también es un principio ético: el deber moral de acoger al perseguido.

Otro fenómeno decisivo en MENA es el de los países del Golfo (Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Kuwait). Desde mediados del siglo XX, el boom petrolero atrajo millones de trabajadores migrantes, principalmente del sur y sureste de Asia: India, Pakistán, Bangladesh, Filipinas, Nepal. Estos trabajadores construyen rascacielos, autopistas, estadios, aeropuertos; atienden hoteles, restaurantes, casas y hospitales.

En muchos de estos países del Golfo, los migrantes extranjeros representan hoy la mayoría de la fuerza laboral e incluso porcentajes altísimos de la población total. Su situación suele ser temporal: se les otorga visa de trabajo pero casi nunca derechos de ciudadanía ni integración plena. El modelo económico del Golfo depende estructuralmente de esa mano de obra importada.

Aquí hay otra tensión moral. El trabajo migrante sostiene una de las regiones más ricas del planeta, pero a menudo bajo sistemas donde el estatus legal del trabajador está atado al empleador, con riesgo de abusos laborales. Desde la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia y de cualquier ética humanista, surge la pregunta: ¿puede haber prosperidad legítima si depende de relaciones laborales donde la persona es reemplazable pero nunca plenamente reconocida como sujeto de derechos?

África subsahariana: fronteras coloniales, migración intrarregional y ciudades imán

África subsahariana ofrece otra historia clave: aquí la migración no siempre cruza océanos, muchas veces ocurre dentro del propio continente.

Durante el reparto colonial de África, las potencias europeas trazaron fronteras que ignoraban por completo las realidades étnicas, lingüísticas y religiosas locales. Tras las independencias en el siglo XX, muchas de esas líneas artificiales siguieron definiendo a los nuevos estados. Eso generó dos efectos:

  1. Minorías étnicas “partidas” por una frontera nueva.
  2. Mayorías dominantes que empujaron a otras comunidades a moverse dentro o fuera del país buscando seguridad.

En consecuencia, buena parte de la migración africana ha sido interna o intrarregional: personas desplazándose por conflicto, por alineamientos étnicos, por persecución política o simplemente por la necesidad de vivir donde haya más estabilidad.

Ya en la segunda mitad del siglo XX y hasta hoy, surgieron polos económicos dentro del propio continente que atraen a trabajadores de países vecinos. Sudáfrica se volvió destino para migrantes de Zimbabue, Mozambique, Lesoto, Malawi. Costa de Marfil y Nigeria han sido imanes en África Occidental. En muchos casos, estas corrientes alimentaron la urbanización acelerada: grandes ciudades con cinturones de barrios informales donde conviven lenguas y culturas distintas.

Esto rompe el estereotipo mediático que sólo ve a africanos intentando llegar a Europa. La mayoría de los migrantes africanos se queda en África, moviéndose por trabajo o seguridad. Es movilidad humana, sí, pero también es estrategia de supervivencia colectiva.

En África, migración y conflicto se mezclan con clima. Sequías, desertificación y colapso agrícola empujan a comunidades rurales, sobre todo en el Sahel, a desplazarse hacia zonas menos castigadas. Ese movimiento, a su vez, puede detonar tensiones locales (por acceso al agua, a la tierra) y violencia. Aquí se ve claramente lo que advierten las agencias internacionales: el cambio climático es un multiplicador de inseguridad humana y, por tanto, de migración forzada.

El humanismo insiste en la opción preferencial por los más vulnerables. En el terreno, eso significa entender al desplazado climático, al campesino que se queda sin cosecha, como alguien que merece protección, no criminalización.

Balance: identidad, integración y tensiones

Después de recorrer estas cuatro regiones, una verdad emerge: migración no es una “crisis reciente”, es el motor que definió quiénes somos. Pero esa misma fuerza crea tensiones que aún no resolvemos.

1. Demografía e identidad nacional

  • Américas: “Somos un país mestizo / un país de inmigrantes” no es una consigna romántica, es una descripción estadística e histórica. México, Brasil, Argentina, Estados Unidos, Canadá: todos son construcciones demográficas multinacionales.
  • Europa: dejó de ser étnicamente homogénea. La inmigración poscolonial y laboral transformó su cultura, gastronomía, música, economía y política electoral.
  • MENA: la identidad nacional en Israel, Palestina, Líbano, Jordania está literalmente hecha de refugiados e inmigrantes; y las economías petroleras del Golfo dependen de trabajadores extranjeros.
  • África subsahariana: las fronteras del mapa actual no cuentan toda la historia; la movilidad interna y regional es parte de cómo se sostienen ciudades y economías.

Esto obliga a replantear la idea de “nosotros”. ¿Quién pertenece? ¿El que nació? ¿El que llegó y trabajó? ¿El que fue expulsado y sueña con volver? No es una discusión abstracta: define ciudadanía, acceso a servicios, derecho a votar, derecho a regresar.

Las migraciones han impulsado economías enteras:

  • La agricultura y la industria americanas se levantaron con mano de obra migrante (forzada y voluntaria).
  • La reconstrucción europea de posguerra se sostuvo con trabajadores extranjeros.
  • El boom petrolero del Golfo depende estructuralmente de migrantes.
  • Las ciudades “imán” africanas funcionan gracias a movilidad laboral regional.

Pero también dejaron una factura ética: explotación de esclavos, “contratos” casi forzados (trabajo indentured), discriminación sistemática a migrantes y refugiados. Aquí la Doctrina Social de la Iglesia es clara: el trabajo humano nunca puede tratarse como desecho, y la política pública justa debe proteger al débil, no solo aprovecharlo.

En el siglo XX, la migración dejó de ser sólo movilidad económica y pasó a ser también desplazamiento político masivo: refugiados de guerra, expulsiones étnicas, reacomodos tras la descolonización. Eso forzó al mundo a crear mecanismos internacionales como la Convención de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados y luego el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular (2018), donde los Estados reconocen que ningún país puede enfrentar esto solo y que todos los migrantes tienen derechos humanos básicos.

Este es el corazón del debate actual:

  • Los Estados tienen derecho a regular sus fronteras (principio de legalidad, bien común).
  • Pero también tienen el deber moral y jurídico de no negar protección a quien huye de la violencia o la miseria extrema.

Es exactamente la tensión que México vive hoy: país de salida (mexicanos en EE.UU.), de tránsito (personas que cruzan desde Centro y Sudamérica), y cada vez más país de destino. Desde nuestros valores —familia, solidaridad, fe en la dignidad humana— no podemos lavarnos las manos.

Cuando un joven hoy escucha el discurso político que habla de “los de fuera”, debería hacerse una pregunta incómoda: ¿y tú de dónde vienes realmente?

Las Américas nacieron de la mezcla violenta entre pueblos originarios, colonizadores europeos y millones de africanos esclavizados. Europa se rearmó con mano de obra extranjera y hoy vive debates de identidad multicultural que no existían hace 80 años. Medio Oriente y el Norte de África están marcados por poblaciones enteras que tuvieron que huir —palestinos, libaneses, sirios, iraquíes— y por estados literalmente creados por inmigración, como Israel. África subsahariana se reorganiza a diario mediante migración interna, urbana y regional empujada por economía, conflicto y clima.

No hay país “puro”. No existe “la nación eterna”. Lo que existe es un nosotros que se mueve.

Desde la mirada de la Doctrina Social de la Iglesia, esto tiene una consecuencia directa: la dignidad humana del migrante no es negociable. Quien llega buscando vida, trabajo o seguridad no es un intruso: es un hermano. Y desde la perspectiva mexicana, con nuestra memoria de haber salido, recibido y transitado, tenemos autoridad moral para decirlo con claridad.

La gran pregunta política del siglo XXI no es si habrá migración. La habrá. La pregunta es si vamos a administrarla con miedo y explotación… o con legalidad, justicia y humanidad. Porque al final, como dicen muchas madres que han cruzado fronteras con sus hijos en brazos: “Yo no vine a quitarte nada. Vine a que mi hijo viva”.

Y eso, para cualquiera que crea en el bien común, debería ser suficiente para escuchar.

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