Mientras México aún no se sacude el polvo de sus graves problemas, la presidenta nos regala el anuncio estelar: este 6 de diciembre ¡hay que festejar 7 años de la transformación!
Porque, claro, no hay nada mejor que una concentración masiva con aplausos ensayados e invitados “felices” para medir el progreso del país y para complementar la coreografía del poder: selfies oficiales y abrazos entre cómplices. ¿Quién necesita estadísticas, diagnósticos o autocrítica cuando se puede llenar una plaza y presumir que todo marcha sobre ruedas?
En su conferencia matutina, Claudia Sheinbaum Pardo, con la destreza de quien confunde el micrófono de Palacio Nacional con el de un mitin partidista, asegura que en México hay “todo tipo de libertades”: libertad para expresarnos, para reunirnos, para denunciar abusos… como si esos derechos fueran una generosa dádiva del régimen y no conquistas históricas de generaciones enteras, que hoy se ven amenazadas.
Pero, por supuesto, la libertad viene con letra chiquita: la presidenta afirma que el ciudadano debe cumplir con el marco legal. Qué conveniente recordar la ley justo cuando se trata de exigir obediencia y no cuando se trata de respetarla desde el poder.
La incongruencia es tan profunda que podría tragarse la dignidad nacional entera. Las leyes que durante años se construyeron con la participación de todas las formas de pensar, ahora son papel mojado en la tormenta de la transformación.
Porque cuando se trata de fincar responsabilidades de los desastres nacionales, la lista de culpables se vuelve selectiva: el expresidente idolatrado, responsable de mantener a México en sus peores niveles de inseguridad, corrupción, acceso a la salud, inversión educativa y apoyo al campo, queda exento de toda culpa, a pesar de todas las evidencias. Es como si el pasado fuera una sombra conveniente que se invoca solo para justificar el presente, pero nunca para asumirlo.
La impunidad alcanza a los personajes que rodean a la presidenta, esos titiriteros que mantienen el control del gobierno a través de vínculos peligrosos con el crimen organizado que financia campañas electorales, mientras la narrativa oficial pinta un país de fantasía, donde los problemas se resuelven con fiestas y discursos y las tragedias se esconden bajo la alfombra de la propaganda.
La complicidad entre quienes ostentan el poder desde las cámaras de diputados y senadores, los nuevos miembros del ahora faccioso Poder Judicial, las autoridades electorales y la CNDH, es una red tejida no para colaborar, sino para someter a una nación que reclama sus derechos.
Pero lo que más indigna es la represión sistemática que se ha normalizado en el país. Mientras miles de familias lloran a sus muertos, otros sufren por sus enfermos, miles más buscan a sus desaparecidos, los transportistas exigen seguridad y los campesinos apoyo, el régimen se dedica a condenar, linchar públicamente y someter a proceso a los jóvenes que no militan en Morena y que osaron promover y asistir a la marcha del 15 de noviembre. Sobre el bloque negro, silencio absoluto.
Las redes sociales y activistas sociales han dado cuenta de las persecuciones, agresiones y amenazas por atreverse a pensar diferente. La intimidación se ha vuelto política de Estado, y la exposición pública de quienes se atreven a alzar la voz es el nuevo espectáculo nacional.
Y por eso, como si fuera una obligación constitucional estar a favor del régimen y aplaudir al poder, la presidenta convoca a una fiesta cuyo objetivo es que los presentes absortos y nublados griten “es un honor estar con Obrador” y, si la suerte le sonríe, también dirán “es un honor estar con Claudia hoy”.
Para cerrar el “bonito” cuadro, veremos como invitados de honor a los voceros y propagandistas que justifican sus nóminas lanzando odas al poder, dibujando un país que existe solo en la fantasía de sus borracheras políticas. Estarán ahí los mismos de siempre, esos camaleones políticos que se disfrazan del color que más convenga, siempre y cuando se mantengan como miembros de la élite. También la acompañarán los hijos privilegiados de la “transformación” que rechazan el nepotismo mientras sea el ajeno, el tráfico de influencias, mientras no los beneficie a ellos.
Así, la “transformación” se celebrará con bombo y platillo, mientras la realidad se cuela por las rendijas de la retórica oficial. El país arde en problemas, pero la música sigue sonando. Porque en el México de los morenistas, la fiesta nunca termina… aunque el pueblo ya no tenga ganas de bailar.
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