Desde el inicio del actual gobierno federal se prometió romper con inercias pasadas y dejar atrás la lógica que marcó la frase “abrazos, no balazos”. La llegada de Omar García Harfuch a la Secretaría de Seguridad Ciudadana reforzó la idea de un viraje hacia una estrategia más operativa, más coordinada con fuerzas federales y con un enfoque que presume contundencia. Pero, en los hechos, todavía no queda claro si México está frente a un cambio estructural o frente a un reacomodo discursivo.
El gobierno ha insistido en que la violencia se está conteniendo. Señala reducciones en homicidios comparando periodos específicos y enfatiza que la coordinación con estados y municipios ha permitido debilitar a diversos grupos criminales. Los informes oficiales hablan de promedios diarios más bajos y de una menor dispersión territorial de homicidios dolosos. También subrayan detenciones relevantes que, de acuerdo con el gabinete de seguridad, reflejan una política más ofensiva que la del sexenio anterior.
Pero esa narrativa no es unánime. La experiencia ciudadana sigue marcada por la incertidumbre y por la persistencia de delitos que afectan la vida cotidiana. Según la última medición de victimización, más de 20 millones de personas fueron víctimas de algún delito en un año, una cifra que permanece alta pese a los anuncios de reducción. Para la mayoría de los hogares, la inseguridad continúa siendo uno de los principales temores y un factor que condiciona rutinas, espacios públicos y decisiones económicas.
En el terreno de las desapariciones, el panorama es todavía más alarmante. El registro nacional continúa creciendo y ha superado ya el umbral simbólico de las cien mil personas desaparecidas. Los colectivos de madres buscadoras denuncian que la capacidad de investigación no crece al ritmo del problema y que las identificaciones forenses siguen siendo lentas, fragmentadas y, en muchos casos, imposibles. Para estas organizaciones, el Estado mantiene una deuda estructural que no se resolverá solo con operativos policiales.
La figura de Omar García Harfuch ocupa un lugar central en esta discusión. Su llegada al gabinete de seguridad generó expectativas de mayor profesionalización policial y de mayor coordinación interinstitucional. En estos meses, Harfuch ha impulsado operativos más agresivos contra células del crimen organizado y ha reforzado el intercambio de información entre autoridades federales y estatales. Sus defensores argumentan que tiene el perfil técnico para corregir inercias y mejorar resultados; sus críticos alertan que la estrategia privilegia detenciones visibles por encima de procesos judiciales eficaces y de la reconstrucción institucional a largo plazo.
Para especialistas y organizaciones civiles, el avance ha sido desigual. Reconocen algunas mejoras en la contención de homicidios en regiones específicas, pero advierten que la estrategia no ha logrado reducir de manera significativa la extorsión, el robo con violencia, los delitos sexuales ni las desapariciones. Señalan que la apuesta por operativos de corto plazo debe ir acompañada de una mejora profunda en ministerios públicos, policías de investigación y sistemas de justicia que siguen siendo lentos, saturados y, en muchos casos, ineficaces.
Otro punto recurrente es la falta de transparencia en el manejo de estadísticas delictivas. Organizaciones como Causa en Común han denunciado inconsistencias en la clasificación de delitos, subregistros y cambios metodológicos que dificultan evaluar con claridad si el país mejora o no. La crítica principal es que la estrategia no puede centrarse solo en metas numéricas si no se fortalecen las capacidades institucionales para prevenir, investigar y sancionar la violencia.
En términos sociales, la percepción de mejora es débil. La mayoría de la población considera que la violencia se mantiene en niveles altos y que la autoridad no ha logrado recuperar el control en zonas donde operan cárteles y grupos locales. La ciudadanía reconoce algunos avances en presencia policial, pero desconfía del sistema de justicia y duda de que las detenciones se traduzcan en sentencias efectivas.
Aunque el gobierno sostiene que rompió con “abrazos, no balazos”, la evidencia apunta a una estrategia híbrida: una combinación de operativos fuertes con programas comunitarios y acciones preventivas. La duda es si ese equilibrio es suficiente para revertir años de expansión de grupos criminales y de deterioro institucional.
México vive una etapa de ajustes en su estrategia de seguridad, pero aún no un cambio de paradigma. Hay señales de contención en algunos indicadores, un mayor dinamismo operativo y un perfil más técnico al frente de la seguridad. Pero los retos estructurales —desapariciones, delitos de alto impacto, crisis forense, impunidad y debilidad institucional— siguen siendo enormes. La ciudadanía pide resultados verificables, no solo nuevas narrativas. Y esa es la deuda que el gobierno deberá enfrentar si quiere demostrar que el país está en una ruta distinta.
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