México exige vivir sin miedo

El colectivo Generación Z lanzó un llamado a las calles para exigir que en México haya paz y seguridad. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, se convirtió en el catalizador de una protesta que congregó a personas hastiadas de la violencia en cada rincón del país y que exigen al gobierno detener el crimen, la violencia y la corrupción que las alimenta.

El sábado 15 de noviembre, desde muy temprano, cientos de personas de todas las edades, lo mismo jóvenes, adultos mayores, niños y familias enteras, se reunieron cita en el Ángel de la Independencia para caminar con determinación hacia el Zócalo capitalino.

La convocatoria no fue sólo política pues todo tipo de voces de los mexicanos se unieron en torno a el deseo de que en el país haya “paz y seguridad para todos”, por lo que llamó la atención que hasta religiosas se sumaran a esta manifestación quienes a cada paso que daban también rezaban suplicando a Dios para que pronto escuche el clamor de todo el pueblo que desea que ya no haya más desaparecidos, que no haya más asesinatos, que se acabe con las injusticias y que caminemos como un país unido, hermanado y solidario. Su presencia subrayó que esta marcha no solo era un reclamo social, sino también una plegaria compartida por la seguridad y la vida.

A las 11 de la mañana arrancó la caminata. Desde el Ángel, los manifestantes avanzaron por Paseo de la Reforma con sombreros de paja, pancartas blancas y banderas del anime One Piece, convertidas en un emblema generacional. Las voces se mezclaban: algunas coreaban consignas, otras rezaban, y otras simplemente conversaban mientras avanzaban. Era un reclamo plural y no sólo de jóvenes alzando la voz, sino también familias con niños, ancianos con bastones y ciudadanos comunes decididos a no callar más.

La marcha se mostró independiente y apartidista. El mensaje era claro: “basta de violencia, basta de miedo”. Quienes se sumaron lo hicieron movidos por un sentimiento que ha crecido en todo el país: vivir con dignidad y sin terror.

Cuando los contingentes tomaron Avenida Juárez rumbo a la Plaza de la Constitución, la multitud se volvió más densa. En el Zócalo se sintió el peso simbólico del lugar, no era sólo un mitin, era un acto de presencia frente a la sede del poder. Por momentos, la marea humana parecía interminable.

Los manifestantes avanzaron hasta encontrarse con las vallas metálicas colocadas frente a Palacio Nacional y que como nunca antes estaban rodeando de manera inusual más allá del propio Palacio Nacional. Algunas personas comenzaron a empujarlas y los gritos subieron de volumen, en un momento que cambió el tono de la protesta. La tensión se hizo palpable. Ese choque entre determinación ciudadana y los límites impuestos por la fuerza pública terminó por romper el frágil equilibrio que hasta entonces había prevalecido.

De pronto, la escena viró. Las fuerzas del orden lanzaron gas lacrimógeno cerca de las vallas y se esparcieron rápido por la plaza. Lo que hasta ese momento era una manifestación mayoritariamente pacífica se convirtió en un intento desesperado de muchos por respirar y ponerse a salvo.

El humo no discriminó. Alcanzó a familias que intentaban proteger a los niños cubriéndoles el rostro con playeras; a mujeres que caían al piso con los ojos ardientes; a ancianos que buscaban apoyo para recuperar el aliento. Jóvenes corrían y regresaban para ayudar a otros, mientras algunos gritaban pidiendo agua o auxilio.

El Zócalo se transformó de escenario de protesta en un espacio lleno de llanto, confusión y miedo. La plaza –que por horas había concentrado esperanza– se volvió un lugar donde la gente luchó por mantenerse en pie.

Mientras la nube blanca avanzaba, comenzaron también las detenciones. Policías irrumpieron en medio de los grupos dispersos, sujetando a jóvenes por los brazos y forzándolos al suelo. En distintos puntos de la plaza, personas grababan cómo algunos manifestantes eran golpeados o arrastrados hacia patrullas.

Las acusaciones se multiplicaron: empujones con escudos, golpes directos, insultos, detenciones de personas que no habían realizado ningún acto violento. Las imágenes que circularon más tarde en redes mostraron agresiones contra jóvenes indefensos, algunos de ellos tendidos en el piso sin poder levantarse mientras eran pateados por varios policías.

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La jornada dejó numerosos heridos –manifestantes y policías– y decenas de detenciones. Pero junto con ese saldo doloroso también se vio un gesto que pocas veces se cuenta: desconocidos ayudándose entre sí.

Una mujer protegía a un adolescente que no conocía. Un joven levantaba a un adulto mayor mientras tosía sin control. Religiosas seguían rezando incluso mientras se cubrían con pañuelos mojados. Esa solidaridad espontánea se volvió el otro rostro de la marcha: una resistencia humanitaria frente al caos.

Después del momento más crítico, algunos grupos permanecieron en la plaza para acompañar a quienes estaban en shock o buscar a quienes habían perdido de vista. La plancha se fue vaciando lentamente, pero no en silencio: hubo quienes se quedaron a cantar, a orar o a gritar que no tenían miedo.

Aun con la retirada, muchos sintieron que no se iban derrotados pues habían hecho escuchar su mensaje. La protesta fue un recordatorio visible de lo que se exige en las calles todos los días: que no haya más víctimas, que la seguridad no sea un privilegio, que la vida no sea una apuesta.

Un reclamo nacional

En otras ciudades del país, como Puebla, Guadalajara y Monterrey, también hubo manifestaciones. La exigencia se replicó como un eco que atraviesa fronteras estatales y realidades distintas. México en su conjunto gritó por un cambio urgente: un país donde el miedo deje de ser parte de la rutina.

Las cámaras captaron escenas que ya forman parte de la memoria colectiva: manos levantadas, rezos bajo el gas, familias enteras avanzando con firmeza, policías empujando jóvenes, pancartas que pedían un futuro seguro. Esas imágenes siguen recorriendo pantallas como testimonio de lo que se vivió.

La marcha del 15 de noviembre fue un acto de fe colectiva en la que se exigió seguridad y paz. No sólo marcharon jóvenes, también lo hicieron abuelos, niños y religiosas que rezaban por todos. En esa pluralidad estaba su fuerza.

Cuando la nube de gas se disipó, no se esfumó el mensaje. Lo que quedó fue la certeza de que miles de personas están dispuestas a defender su derecho a vivir sin miedo. Esa exigencia no terminó en el Zócalo, apenas comenzó a resonar.

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