Esencia de la Revolución: traición, muerte y destrucción

La Revolución Mexicana fue una trampa mortal para más de un millón de mexicanos asesinados, despojados, deshonrados y humillados. La inmensa mayoría de ellos nunca supo por qué murió.



Lo admiro a usted, porque está dispuesto a morir por sus ideas, pero no lo admiro porque está usted dispuesto a matar por ellas.
Carlos Castillo Peraza, en carta que le envió al subcomandante Marcos en 1994.

Enrique Krause se hace una “pregunta herética. ¿Qué habría pasado si Madero, en vez de optar por las armas, hubiese persistido en la vía pacífica? Era posible”. Coincido con don Enrique… Díaz estaba viejo y cansado, las estructuras del poder anquilosadas. Había una renovación social, política y cultural en marcha. Sólo había que esperar a que madurara.

La misma pregunta se hizo Alexis de Tocqueville respecto a la Revolución Francesa. “¿Cuáles fueron los logros de la Revolución? Por más radical que haya sido, innovó mucho menos de lo que se supone generalmente […] Si no hubiese tenido lugar, el viejo edificio social hubiese caído de todos modos […] La Revolución acabó repentinamente, por un esfuerzo convulsivo y doloroso, sin transición, sin precaución, sin respeto para nadie, lo que hubiera terminado poco a poco y por sí mismo a la larga”.

Hay quienes piensan en las revoluciones como en cuadros románticos. (Delacroix, La Revolución conduciendo al pueblo a la victoria). O en novelas de sublime heroísmo, en las que hay un final feliz, con un pueblo al fin libre, democrático, próspero y culto. Nada más falso y engañoso. Las revoluciones retrasan, cuando no impiden, el desarrollo integral de los pueblos.

Solamente algunas revoluciones de independencia merecen ser señaladas en la historia como medianamente exitosas. La mayor parte de ellas pudieron ser substituidas por procesos pacíficos, pero era necesario que los líderes pensaran en liberar a sus pueblos sin violencia, no fue así. Quienes sí procedieron pacíficamente fueron verdaderos héroes para sus pueblos y para la historia. Los ejemplos son pocos, pero significativos, Gandhi en la India, Daniel O´Connell en Irlanda, Mandela en África del Sur.

En el caso de México, me atrevo a decirlo, debo contestar a la pregunta herética de Krauze. Si Madero hubiera tenido los tamaños de estadista, probablemente hubiera preferido la no–violencia a la guerra fratricida. Pero no lo era, tan es así que bastaron algunas asonadas y escaramuzas ganadas en pocos y pequeños poblados por los partidarios de Madero, para que Díaz, sin mayor resistencia, abdicara y empacara para su exilio en Europa. Quedaban los científicos, con los cuales tendría que haber negociado.

“Toda revolución empieza como promesa, se disipa en agitaciones frenéticas y se congela en dictaduras sangrientas que son la negación del impulso que la encendió al nacer”. El régimen de la Revolución Mexicana fue fiel a esta descripción que hace Ortega. Pasada la Revolución con su más de un millón de muertos, de los saqueos, de las violaciones y la destrucción de la economía, las secuelas no fueron menos sangrientas. Los asesinatos de los generales Arnulfo R. Gómez y Serrano, la sangrienta Guerra Cristera, la persecución y asesinato de los cristeros que, aún después de los arreglos con el gobierno, fueron ejecutados, dan fe a la descripción orteguiana. En Tabasco fue también sangrienta la represión contra los católicos, encabezada por el gobernador Garrido Canabal y llevada a cabo por los Camisas Rojas, su brazo ejecutor. En el sexenio de Lázaro Cárdenas se llevó a cabo la llamada” pequeña persecución” contra los católicos. Más adelante, se produjeron los trágicos acontecimientos del 2 de octubre de 1968 y, en 1971, la sangrienta represión del Jueves de Corpus, en el sexenio de Luis Echeverría. Todo eso acompañado con la corrupción, endémica en el sistema político mexicano.

Todos los gobiernos, y el de México no es la excepción, siguen celebrando las revoluciones. En nuestro país, los llamados “ideales de la Revolución Mexicana”, los pocos que podemos rescatar de la muy limitada visión de la mayoría de los revolucionarios, fueron inmediatamente traicionados y luego falsificados. La Revolución fue una trampa mortal para más de un millón de mexicanos asesinados y, muchos más, despojados, deshonrados y humillados. La inmensa mayoría de ellos, nunca supieron por qué murieron.

El mito revolucionario ejerce sobre los pueblos una especie de fascinación, por el encanto que produce la aparición de un caudillo, de un mesías que promete salvar –casi de un día para otro– a los más débiles, hacer justicia para las viudas y los huérfanos, cárcel para los delincuentes, abundancia para los necesitados, salud para los enfermos, paz para los pueblos y ciudades. Es cierto que el caudillo crece a medida en la que decrecen los verdaderos líderes. “En el país de los ciegos el tuerto es rey”. Ese tuerto no tiene grandes ideales, su campo intelectual es muy limitado, ha sido seducido por la superstición del pasado. Todo resulta fácil para él. ¿Gobernar? Ni que fuera tan difícil…

Algunos de los tiempos más obscuros del régimen post–revolucionario, son los más celebrados por Andrés Manuel López Obrador, son sus héroes más recientes: Lázaro Cárdenas, Luis Echeverría y José López Portillo. Estos son sus paradigmas, su ejemplo a seguir. Tal parece que los que antes pasaron siguen gobernándonos, “y forman una oligarquía de la muerte que nos oprime –sentencia Ortega y Gasset. Sábelo –dice el criado en las Coéforas– los muertos mandan a los vivos […] El reaccionarismo radical no se caracteriza, en última instancia, por su desamor a la modernidad –continúa diciéndonos Ortega–, sino por la manera de tratar el pasado. Esto es lo que no puede hacer el reaccionario, tratar el pasado como un modo de la vida. Lo arranca de la vitalidad y, bien muerto, lo sienta en su trono para que rija las almas de los vivos” (Meditaciones del Quijote).

 

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