La “periodista” que no entendió a Dios

En plena transmisión del cónclave papal, a unos minutos de que saliera humo blanco, mientras el mundo contenía la respiración, la periodista Danielle Dithurbide repitió, por enésima vez a lo largo de su cobertura por Nmás, una frase tan absurda como reveladora: “Esto no se trata de una religión o de una fe, se trata de un hecho histórico, de una ceremonia y un protocolo que ha perdurado siglos y por eso llama tanto la atención, por eso provoca tantas cosas, entendiendo que la figura del Papa, sea quien sea, más allá de la religión, tiene implicaciones relevantes en el mundo, en un mundo tan convulso, en un mundo tan complejo como el que estamos viviendo ahora, la figura del Papa representa un personaje importante”… ¿WHAT?  

Qué tristeza. Qué pobreza de visión. ¡Qué ignorancia! Porque lo que se vivió en Roma no fue un evento diplomático ni un espectáculo turístico: fue, es, ha sido y será el corazón de la fe palpitando con fuerza milenaria.

Decir que el cónclave “no se trata de una religión o de una fe…” es como decir que se celebra una boda “más allá del amor”. Como si se tratara de una cumbre de cancilleres o una entrega de premios. No, señora Dithurbide. No. La elección de un Papa no se entiende sin el misterio de la fe vivida en la oración, sin la fe manifiesta en un mundo de más de 1,400 millones de personas bautizadas. Este acontecimiento no convoca a millones porque tenga valor “internacional” sino porque encarna lo más profundo del alma humana: la búsqueda de sentido, de guía, de esperanza.

Un fenómeno sociológico, inexplicable sin la fe

¿Quién ha visto la plaza como la de San Pedro llena durante días, con personas orando bajo la lluvia o el sol, mirando una chimenea como si en ella ardiera el destino del mundo? ¿Qué otro evento logra que miles de millones se paralicen, desde los Andes hasta Manila, desde Nairobi hasta Cracovia, desde Iztapalapa hasta Quebec, esperando el anuncio del Habemus Papam?

Ningún Mundial de fútbol, ningún funeral de Estado, ningún discurso presidencial, ninguna entrega de los Óscar tiene esa capacidad de convocar a la humanidad entera. Ninguno provoca que las campanas de todas las Iglesias de mundo repiquen, ninguno causa que quienes estabamos viendo el humo blanco desde nuestras casas, trabajos o incluso en lugares públicos, lloraramos de emoción. Porque ningún otro evento habla —literalmente— del alma humana. Solo la elección del Papa combina lo visible y lo invisible, la historia y la eternidad, lo público y lo profundamente íntimo.

Lo dijo el papa León XIV en su primera homilía: “La Iglesia no es luz por la grandiosidad de sus construcciones, sino por la santidad de su pueblo, por ese pueblo que ha sido llamado de las tinieblas a la luz admirable”. Esa es la explicación de lo que se vivió en Roma: la luz de la fe que ilumina las noches del mundo.

El papa no es un influencer global: es Pedro

Desde hace dos mil años, millones miran a Roma no porque allí esté un “líder mundial”, sino porque allí sigue estando Pedro, el representante de Cristo en la tierra, se llame Francisco, Juan Pablo, Benedicto o León. La Iglesia Católica no es una organización internacional: es un cuerpo místico, y su cabeza visible es el Sucesor de Pedro, es Cristo en la tierra. Como bien recuerda el mismo León XIV, “Dios me confía este tesoro para que, con su ayuda, sea su fiel administrador”.

No es por política que la gente llora al ver salir al nuevo Papa. No es por protocolo que se arrodilla en silencio al escucharlo hablar. No es por relajo que gritamos desde el fondo del alma.  Es porque allí, en ese momento irrepetible, cada creyente, cada persona que vivimos la fe,  vemos encarnado el rostro de la promesa: que Dios no abandona a su pueblo.

Despreciar lo sagrado

Reducir el cónclave a “evento internacional” no es solo banal: es ofensivo. Es negarle al mundo su dimensión espiritual. Es suponer que el ser humano solo se moviliza por lo que puede medir, contar o monetizar. Pero la fe, precisamente, no se mide. Se vive. Y lo que mueve el alma de quienes lloran, gritan, oran o cantan en San Pedro, en sus casas, en las Iglesias y en el mundo entero, es algo que ninguna cámara ni reportaje podrá traducir si se ha perdido esa brújula interior.

Como bien advirtió el nuevo Pontífice, vivimos en un mundo que “ridiculiza a quien cree, lo compadece o lo desprecia, y sin embargo es allí donde más urgente es nuestra misión”. Porque cuando ya no se reconoce lo sagrado, todo se reduce a mercancía, a entretenimiento, a “evento de interés general”.

Esto no es una transmisión más. Es un milagro colectivo.

Los medios tienen el deber de informar, sí. Pero también tienen el deber de comprender y respetar lo que informan, se trate de la religión católica o la judía o cualquier otra, da exactamente lo mismo. Y cuando un periodista se para frente al Vaticano a minutos de la elección del representante de Cristo en la tierra  y dice con tono de superioridad que cubre el evento porque “se trata de un hecho histórico, de una ceremonia y un protocolo que ha perdurado siglos”, lo que demuestra no es profesionalismo, sino ignoracia, carencia de fe y ceguera espiritual.

Que quede claro: la elección del Papa no es relevante a pesar de lo religioso; es relevante porque es profundamente religiosa. Y solo desde la fe —esa fe sencilla, profunda, universal— se puede entender lo que allí sucede.

A todos los Danielle Dithurbide del mundo: si no comprenden por qué miles de personas se arrodillan frente a una fumata, escuchen lo que dijo san Agustín, cuya orden hoy guía al nuevo Papa León XIV: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Eso, y no otra cosa, explica este fenómeno de fe global. Todo lo demás es superficialidad disfrazada de análisis.

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