Monseñor Óscar Romero: un santo para nuestra época

La vida y valentía hasta el martirio de monseñor Romero no deben ser un bonito recuerdo ni cosa del pasado, su ejemplo nos interpela a ser mejores cristianos.



El domingo 14 de octubre el papa Francisco ha elevado a lo altares a cristianos cuya fe ha sido puesta a prueba, tal fue el caso de Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador de 1977 a 1980.

Romero fue una voz molesta para el gobierno militar, denunciando las violaciones de derechos humanos perpetradas por el Estado y los grupos paramilitares. Pero también censuró a los grupos armados que integraron la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN).

“No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada […] De Dios es la voluntad que todos sus hijos sean felices” , dijo en una homilía del 10 de septiembre de 1978. Romero defendió a los más desfavorecidos y a los agricultores que huían de la represión en los campos cafeteros hacia la capital de país. Y predicó con el ejemplo. Renunció a vivir en el palacio del Arzobispado y se instaló en una humilde casa que es hoy un museo. También renunció a la protección armada cuando comenzó a recibir amenazas de muerte.

“De nada sirven las reformas si van teñidas de tanta sangre”, criticó desde el púlpito en julio de 1979.
Con el país sumido en continuas luchas de poder y el intento de reformas agropecuarias, apoyadas con fondos de Estados Unidos, Romero decía que los planes de los distintos gobiernos defendían siempre el interés de los oligarcas, expropiando al pobre las tierras que había labrado con sus manos.

No quería ser considerado juez o enemigo, se decía a sí mismo “pastor, amigo del pueblo”. Defendió su papel como líder cristiano sin estar del lado de nadie, solo de las víctimas de los abusos, las injusticias, la violencia y la pobreza.

Estaba convencido que su muerte sería semilla de esperanza, pues afirmaba “si muero, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Expresión que selló su martirio pleno en Jesucristo, pues manifestó siempre su fidelidad al Evangelio, amando a Dios con todo su ser pero entregándose a la humanidad.

Esta entrega valiente fue lo que le llevó a expresar en la misa del 23 de marzo de 1980 las siguientes palabras en su homilía:

“Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. […] Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”

Algunos de sus consejeros le pidieron no decir esas palabras, en un momento de gran tensión y cuando ya era un enemigo para los sectores más radicales del gobierno militar. Él afirmó que era su obligación pronunciarlas. Al día siguiente fue asesinado.

Al matar a quien habló por los obligados a callar, solo lograron inmortalizarlo y aquel crimen de odio perpetrado por escuadrones de la muerte en 1980 abrió el camino de Romero a los altares católicos.

La mejor prédica de San Romero fue su ejemplo, pero igual legó frases lapidarias que acabaron ganándole la inmortalidad en el corazón de los salvadoreños.

Nos queda la certeza de que la verdad siempre es perseguida y que la voz de los hombres desaparecerá, pero la Palabra hecha carne que es Cristo quedará eternamente.

En Monseñor Romero corría pasión de cambio por sus venas, propuso desde su posición que la Iglesia contribuyera a una educación que hiciera de los hombres “sujetos de su propio desarrollo, protagonistas de la historia. No masa pasiva, conformista, sino hombres que sepan lucir su inteligencia, su creatividad, su voluntad para el servicio común de la patria”.

La alegría por el reconocimiento como santo de monseñor Óscar Arnulfo Romero, Pastor bueno, lleno de amor de Dios y cercano a sus hermanos que, nos anima a seguir viviendo el dinamismo de las bienaventuranzas.

El mártir –afirma el papa Francisco– no es alguien que quedó relegado en el pasado, una bonita imagen que engalana nuestros templos y que recordamos con cierta nostalgia. El mártir es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos en el misterio de la comunión de los santos, y que, unido a Cristo, no se desentiende de nuestro peregrinar terreno, de nuestros sufrimientos, de nuestras angustias.

Invitados estamos todos a ver a los mártires como un tesoro y una fundada esperanza para la Iglesia y para la sociedad. El impacto de su entrega se percibirá por la eternidad . Por la gracia del Espíritu Santo, fueron configurados con Cristo, como tantos testigos de la fe de todos los tiempos.

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