Una tradición

Poner un altar de muertos es una tradición que viví en mi casa desde niña. Mi mamá -que afortunadamente sigue con nosotros- nos lo enseñó. Ella es más bien “del norte” -como dicen- y, sin embargo, tomó la tradición del centro y del sur del país y, en mi casa, se hacía el altar del Día de Muertos. Nos advertía que vivíamos en México y que en la casa no se daría Halloween; que si acaso, diéramos “calaverita” en la noche del 1 al 2 de noviembre. Que, si un día llegaremos a vivir en Estados Unidos, entonces sí, podíamos unirnos a las fiestas del 31 de octubre. Nadie, obviamente, se sintió invadido en su autonomía ni en el desarrollo de su personalidad. Al contrario, como hijos valoramos esa manera de fomentar nuestras tradiciones para conocer más nuestro país y la identidad del pueblo al que pertenecemos.

La identidad de los pueblos se forja a lo largo de cientos de años en los que intervienen diversos factores: históricos, sociales, políticos, culturales y económicos. Una parte relevante de la identidad de una nación se expresa en sus tradiciones que, en muchos casos, revelan algo que simboliza creencias de nuestros antepasados o, en el presente, las de una mayoría de los habitantes de la comunidad. Tenemos en México innumerables ejemplos de tradiciones como la del Día de Muertos y que, independientemente de nuestra religión o de la ausencia de esta, nos unimos a esta tradición que de algún modo nos une como mexicanos y que se expresa en distintas formas a lo largo de todo el país.

Lo que, quizás, empezó con una fiesta al señor de los muertos, Mictlantecuhtli, se unió con la celebración de los difuntos que se daba en Europa. Aún en la actualidad, sólo hay que visitar cualquier cementerio europeo para comprender el profundo respeto de los vivos hacia los muertos y los cuidados que existen en torno a los cementerios.

Así, en México, el Día de Muertos es la representación cabal del mestizaje entre la tradición prehispánica y la tradición española, es la expresión de dos culturas que se refieren a la muerte y a un sentido de trascendencia.

La tradición se ha extendido y hoy vemos en cada altar no sólo símbolos religiosos y prehispánicos, sino también el sentido personal de quienes intervienen en el altar ya sea directamente en los panteones o en las plazas y oficinas públicas y privadas. Catrinas, ofrendas, comida, papel picado, flores de cempasúchil, pan de muerto, calaveritas de azúcar y las escritas con ingenio y que se popularizaron en el siglo XIX como una manera de burlarnos tanto literaria como literalmente de la muerte. La idea es que las almas de nuestros seres queridos regresan en estos días para convivir con nosotros.

El estado mexicano hace bien en promoverlo, no sólo por lo que representa en términos económicos sino porque culturalmente es parte de la identidad de nuestro país y por eso podemos ver, dentro de la unidad, las diferentes expresiones de nuestra cultura. Por ejemplo, no serán los mismos tipos de altares en San Andrés Mixquic que en Tzintzuntzan o Pátzcuaro o en aquellos que se exhiben en las alcaldías de la Ciudad de México.

No faltará quien quiera prohibir el fomento de esta celebración por sus símbolos religiosos prehispánicos y cristianos. Sin embargo, debemos recordar que se trata de parte de nuestras tradiciones, son un motivo de encuentro con nuestras comunidades y fortalecen nuestra identidad a través de una celebración que es singular y en la que se nos reconoce como país.

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