Algunos juristas sostienen que la función del juez es aplicar la ley, y que, al hacerlo, actúa con justicia. Si no lo hace, comete una injusticia. Pero esta equivalencia entre legalidad y justicia es falsa. No todo lo legal es justo ni todo lo justo es necesariamente legal. La justicia no debe confundirse con la legalidad.
La seguridad jurídica se basa en la justicia, no en la aplicación ciega de cualquier ley. En regímenes despóticos o corruptos abundan leyes que son abiertamente injustas. La historia ofrece ejemplos claros: en Estados Unidos, en 1920, se podía arrestar a alguien por portar licor, pero en 1933 se podía arrestar a esa misma persona por portar oro, no por el licor. Lo que cambió fue la ley, no la noción de justicia. La legalidad puede variar con el tiempo y el poder político, pero la justicia se mantiene como un valor constante.
Lo ideal es que lo legal coincida con lo justo, pero en la práctica esto no siempre ocurre. Es posible actuar legalmente y ser injusto. Por eso, la justicia debe ser el valor supremo de toda sociedad. Ya en el siglo III, Ulpiano definía la justicia como “la constante y perpetua voluntad de dar a cada quien lo suyo”. Esta sencilla pero profunda definición ha perdurado siglos por su claridad. Aplicarla, sin embargo, no es tarea fácil.
La civilización comienza cuando se empieza a dar a cada quien lo suyo. Esto implica reconocer y proteger los derechos humanos fundamentales: la vida, la libertad y la propiedad. Sin ese reconocimiento, no puede haber justicia. El buen juez es aquel que, en caso de controversia, determina con imparcialidad qué es lo que le corresponde a cada quien. Pero sin claridad sobre lo que es “lo suyo”, no se puede juzgar con justicia.
No es posible impartir justicia sin reconocer primero los derechos. Para que haya justicia, debe haber propiedad atribuible a alguien. Rousseau lo explicó en su Discurso sobre el origen de la desigualdad: el concepto de justicia nace cuando aparece la propiedad, porque para proteger lo suyo, cada individuo debe poder tener algo. La propiedad, por tanto, no es enemiga de la justicia, sino su condición necesaria.
La función del juez como promotor del progreso y la civilización se basa en este principio: castigar al homicida, restituir lo robado al propietario, proteger la libertad de quien ha sido privado de ella injustamente. Sin estas acciones, no hay justicia. Donde no se da a cada quien lo suyo, donde no se protege la vida, la libertad y la propiedad, no puede florecer la civilización.
El derecho es la ciencia encargada de identificar y proteger esos derechos fundamentales. Aunque los principios son los mismos desde el inicio de la civilización, la creciente complejidad de las relaciones humanas hace más difícil su aplicación. Aun así, los países que más han progresado han sido aquellos donde no sólo imperó la ley, sino sobre todo la justicia: es decir, donde se garantizó efectivamente el derecho a la vida, la libertad y la propiedad.
Las leyes deben reconocer estos derechos, pues sin ese reconocimiento, no hay verdadera justicia. Sin derechos vigentes y exigibles, la justicia es una ilusión. Como afirma Javier Hervada, “la justicia no atribuye las cosas, sino que sigue al hecho de que ya están atribuidas”; es decir, la justicia se ejerce donde hay derechos previamente establecidos. No se puede dar a cada quien lo suyo si antes no se ha determinado qué es lo suyo.
Sin el reconocimiento de los derechos humanos o naturales, puede haber leyes, pero no habrá justicia. Esas leyes pueden servir para oprimir, esclavizar o expropiar, pero jamás conducirán al progreso. Por eso, sin justicia —sin la constante voluntad de dar a cada quien lo suyo— no hay civilización posible, ni desarrollo humano auténtico.
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