El poeta se encontraba en el exilio desde hacía muchos años. Acaso nunca más regresaría a su patria, a su casa, al lugar donde vivían los suyos; acaso moriría en un hospital o en algún freeway, sin que nadie supiera a ciencia cierta su verdadero nombre.
Se llamaba Nazim, y por Nicolás Guillén, el poeta cubano, sabemos que «era un hombre alto, rubio, de ojos azules, muy simpático. Se expresaba en ruso y francés con la mayor seguridad, y mantenía un tono risueño y jovial en la conversación».
¿Pero a quién podía interesarle que fuera muy simpático, que hablara ruso a la perfección o que se llamara así o de otra manera, si de todas maneras era un turco viviendo en un mundo al que no le interesaba pronunciar correctamente el nombre de los extraños?
Nazim Hikmet (1902-1963) era su nombre completo. Y era poeta, lo que significa que no podía hacer otra cosa para curar su nostalgia (esa enfermedad de las lejanías) que escribir. Así, un día tomó la pluma, compuso una larga carta a su hijo, y de este modo nació una de las poesías más bellas de la literatura universal: Tal vez mi última carta a Mehmet.
Si nos supiéramos próximos a la muerte, ¿qué consejos daríamos a los que amamos?, ¿qué cosas les diríamos?, ¿qué desearíamos para ellos?, ¿qué les recomendaríamos sobre toda otra cosa? He aquí algo de lo que Nazim Hikmet escribió a su hijo:
Mehmet,
no vivas sobre esta tierra
como un inquilino…,
vive en este mundo
como si fuese la casa de tu Padre.
Cree al grano, al mar, a la tierra,
pero sobre todo cree en el hombre.
Ama la nube, la máquina, el libro,
pero sobre todo ama al hombre.
Siente la tristeza
de la hoja que se seca,
del planeta que se apaga,
del animal enfermo,
pero, sobre todo, siente la tristeza del hombre.
Que todos los bienes terrenales
te den alegría,
que la claridad y la sombra
te den alegría,
que las cuatro estaciones
te den alegría,
pero que sobre todo el hombre
te dé alegría.
La carta/poema continúa:
Mehmet, tal vez moriré
lejos de mi lengua,
lejos de mis canciones,
lejos de mi pan y de mi sal,
con la nostalgia de tu madre y de ti,
de mi pueblo y de mis amigos;
pero no en el exilio,
no en tierra extranjera:
moriré en el país de mis sueños,
en la blanca ciudad de mis días más bellos…
¿Dónde está hoy Mehmet?, ¿vive todavía?, ¿releerá aunque sólo sea de cuando en cuando, a la hora del crepúsculo, la carta de su padre?
Sí, vivir es alegrarse por todo lo que vive, entristecerse por todo lo que muere, estar en este mundo como en una casa toda nuestra, poseídos por una seguridad soberana. No como inquilinos, no, sino como hijos que juegan, duermen y sueñan en la casa de su Padre.
Si el mundo fuera obra de un dios malo, como creían los maniqueos, habría muchas razones para aborrecerlo y, por supuesto, para temerlo, y la única actitud razonable sería vivir en él temblando. Pero, por fortuna, las cosas no son precisamente así. ¿Qué significa que Dios –el Dios que nos ama, Aquel al que llamamos Padre– haya creado al hombre y al mundo? Significa, diciéndolo muy rápido, nada menos que esto: que no estamos aquí por casualidad, ni por azar, sino porque Dios no quiso un universo en el que nosotros no estuviéramos. Un famoso teólogo alemán, al querer explicar este misterio, dijo así:
«La doctrina de la creación excluye todo desprecio y demonización del mundo; afirma que el mundo no es un infierno, ni la vida un castigo; no, mundo y vida son un regalo gracioso, por el que tenemos mil razones para estar agradecidos, aunque a menudo no lo reconozcamos. El hombre no ha sido arrojado despiadadamente a este mundo por un destino ciego, no anda errante, como pelota del azar, de una oscuridad a otra. Que Dios ha creado, conserva y gobierna al mundo, libera al creyente de toda angustia, y le infunde confianza, ánimo y alegría. En el mundo de Dios no es un extraño ni un expatriado. En él puede sentirse seguro y en su casa» (Sigurd Martin Daecke, Dios creador).
Y bien, vivir esta verdad con todas sus consecuencias es lo que Nazim Hikmet invitó a hacer a su hijo Mehmet. ¡Nada menos!
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