Todos sabemos que en materia internacional México no tiene relación más importante que con Estados Unidos. Para bien y para mal porque en ambos sentidos ha tendido efectos esa relación. Desde tiempos abiertamente intervencionistas a la sofisticación de las relaciones después de la Guerra Fría en la que nos hicimos socios comerciales junto con Canadá, hasta estos días de locura con Trump siempre dispuesto a soltar un zarpazo, la relación bilateral se ha caracterizado por su complejidad. De la “política del buen vecino” -que consistía en que nosotros fuéramos los buenos y ellos los vecinos-, a la sociedad comercial y ahora al desprecio manifiesto por nuestros connacionales que viven en ese país desde hace años y a los que la administración trumpista está dispuesta a perseguir.
Desde hace décadas, México cuenta con expertos en la política estadounidense -así como allá están los conocidos como “mexicanólogos”- tanto en la academia, en políticas públicas, en negociaciones, derecho, finanzas y cualquier materia que se nos ocurra. La relación es tan dinámica que pude empezar con el cruce ilegal de mexicanos a ese país y terminar en un domingo con un plato de guacamole como la botana favorita de decenas de millones de hogares estadounidenses.
Por la amplitud y la profundidad de la relación con el vecino norteamericano, los embajadores juegan un papel especial. Son, por decirlo de alguna manera, enviados personales de los presidentes. Los embajadores mexicanos allá, los estadounidenses acá suelen tener un acercamiento mayor con los presidentes y gobiernos respectivos que difícilmente se tiene con algún otro país. Los nombramientos pueden tratarse de relaciones personales importantes o de especialistas de altísimo nivel en la diplomacia.
Por supuesto que desde el gobierno de López Obrador el tema de nuestra representación ha sido verdaderamente penoso. En su primer periodo, Trump mandó a un amigo –ahora subsecretario de Estado-; Biden también mandó a un cercano que se hizo de las confianzas del presidente mexicano hasta que éste se enojó casi al final de su presidencia. López Obrador mandó a un hombre insustancial políticamente. Tampoco debe sorprender, para AMLO el mundo era un peligro mientras menos contacto tuviera, mejor.
Llegó Claudia. Y volvió a llegar Trump. Esteban Moctezuma sigue ahí. Nadie sabe por qué la presidenta no se anima a mandar a un embajador propio. Se entiende que ella y Trump tienen una relación especial, personal y que funciona. Pero de tener un buen embajador allá dependen las relaciones con el resto del gobierno que no están en la presidencia. Es por donde están saliendo todos los problemas y ataques. Nuestros paisanos viven acosados por el discurso presidencial que ha pasado a presencia policiaca y militar, persecuciones y encarcelamientos. Los consulados operan con un presupuesto raquítico y se les quiere obligar a hacer lo imposible y no hay siquiera una cabeza reconocible en la cancillería mexicana que dé el soporte necesario a las más de cuarenta oficinas consulares en territorio estadounidense.
La situación en Los Ángeles está atravesando momentos de alta peligrosidad. En cualquier momento se enciende la chispa del conflicto en esa gigantesca ciudad. Y eso se puede extender. No solo las manifestaciones en contra sino la acción policiaca del gobierno federal. Son momentos muy delicados en la relación. Por eso cabe la pregunta: ¿No sería buen momento para que la presidenta tuviera un embajador?
Te puede interesar: ¿Un éxito?
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com
Facebook: Yo Influyo