La muerte de Carlos Manzo, quien fuera presidente municipal de Uruapan, fue dolorosa, pero no sorpresiva. A diferencia de otras ejecuciones de presidentes municipales de las cuales se desconoce su explicación, en el caso que nos ocupa era previsible que ante la actitud valiente de denuncia y de exigencia para poner fin a una situación intolerable de inseguridad y violencia, la respuesta -y él lo advertía- fuera que lo asesinaran. Él esperaba conseguir lo que buscaba, pero no tenía apoyo de las autoridades federales y estatales para atacar a fondo el problema.
El mensaje de Carlos Manzo era claro, directo y sobre un territorio concreto. Conectó con la población que lo respaldó moralmente, pero que careció de la fuerza y los medios necesarios para protegerlo, por eso fue asesinado en medio de ellos, en un claro mensaje de terrorismo: lo que le pasó a él, le puede ocurrir a todo aquel que pretenda lo mismo.
El sicario que lo ejecutó, acompañado de dos cómplices, requirió del valor de las drogas para realizar su acción. Seguramente estaba cierto de que su acción le costaría la vida y quién sabe cuál sería la razón, impulso o amenaza que lo llevó a actuar de esa manera. Ese es el destino de muchos de los jóvenes enrolados en el crimen organizado, por convicción o fuerza, pero al final todo termina mal.
Este hecho, que trascendió internacionalmente, nos muestra un claro deterioro social que no sería posible si desde las alturas del poder no se hubieran generado complicidades o tolerancias indebidas, con actitudes y mensajes equivocados, no solo en torno al tema del crimen organizado, sino respecto del valor de las personas como seres trascendentes y no solo como votos que ayudan a conquistar posiciones para beneficio personal o de grupo.
En México, desde las alturas, se ha venido devaluando la dignidad de las personas, por más que ciertos chispazos, como el reclamo de Claudia Sheinbaum, quien pide el peso de la ley para quien la acosó, pero al mismo tiempo ha sido cómplice y apoyadora de una corriente ideológica que desde las aulas, como un nuevo sistema educativo, viene corrompiendo a los niños y jóvenes para, por ejemplo, confundir su identidad, y luego escatimar a sus padres el derecho a ejercer su patria potestad.
Se corrompe en las normales, se corrompen las aulas con los libros de texto y luego nos llamamos sorprendidos de que eso desemboque en actos de violencia por parte de quienes, por una causa u otra, dejan de respetarse a sí mismos y a los demás.
Todos condenan el crimen, pero se olvidan de las causas que conducen a ello. ¿Qué diferencia hay entre matar a un alcalde a mansalva y matar a un niño en el vientre materno, o programar su “muerte dulce”?
Los sucesos de Uruapan, a la vista de todos y por causas conocidas, tienen como explicación de raíz, es el menosprecio de la dignidad humana, la instrumentalización de las personas y el engaño sistemático en que vivimos, con falses promesas de un bienestar raquítico a cambio de adhesiones incondicionales.
Cualquiera pensaría que la indignación por la muerte de Carlos Manso llevaría a una inflexión de las políticas de seguridad, porque así o prometen. Sin embargo, bien sabemos que son palabras que se las llevará el viento, llamaradas de petate que irán bajando conforme pase el tiempo y el pueblo olvide.
Pero hay que subrayar que no es solo responsabilidad de las autoridades, sino de quienes, desde la familia, han sido omisos en cumplir con sus deberes de formación, de acogida y amor a los hijos, de quienes no ponen límites a las conductas o quienes actúan como si las acciones personales o grupales no tuvieran consecuencias, o se puedan resolver pasando por encima de la dignidad del otro, incluso con el apoyo de la ley o los jueces.
Lo que está en juego es el valor de la vida, de una vida digna, que no solo la ponen en peligro los sicarios o el crimen organizado, sino quienes impulsan y promueven acciones que terminarán por dañar a otros en mayor o menor grado, sin que nadie se inmute o si lo hace, prefiera guardar un silencio cómplice.
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