Pederastia y responsabilidad

¿Qué hacemos como comunidad por cada niño que sufre o sufrió?


 


Hanna Arendt dice que la comprensión consiste en “afrontar sin prejuicios, atentamente, la realidad, cualquiera que ésta sea.” Y no sé si en este tema tan delicado y tan sutil de la pederastia (abuso sexual cometido contra un niño), estamos realmente comprendiendo el fenómeno.

Y es que, por una parte, hay una sobreexposición mediática del tema, no siempre objetiva y no siempre sincera que criminaliza a priori a todos los sacerdotes. Por otra parte, encontramos a un sector social que simplemente esconde la cabeza bajo la tierra, como los avestruces, refugiándose en no sé cuanta defensa ridícula de los acusados. Creo que ni una ni otra posición hacen justicia a la “comprensión”.

Quiero comenzar por el tema más sensible y delicado: la víctima. Ella es vulnerable, es sin voz, es llena de vergüenza, es triste, es sola, es confundida, es débil. La inocencia de la infancia no le hace sopesar a la víctima la gravedad del delito que le fue infligido; antes bien, hay una confusión entre la ternura y sufrimiento que ve en sus defensores, y la pretendida ternura que le profesaba el victimario, máxime, cuando el victimario asociaba a su conducta componentes religiosos. Y la verdad no siento que estemos haciendo lo suficiente por las víctimas, y vaya que hay mucho que hacer: terapias psicológicas, indemnizaciones, acompañamiento, respeto, cárcel a los delincuentes, comunicación efectiva, celeridad judicial, implementación de nuevas medidas para evitar que esto vuelva a suceder, etc.

En el caso de los sacerdotes pederastias, el Papa Francisco señala con claridad su estar del lado de las víctimas, la verdad no veo este acto inicial de reparación en muchos obispos y sacerdotes. Y, con todo, ¿es suficiente este “mea culpa”? ¿Cuántas cosas implicaría una profunda y seria “reparación del daño” en el caso de los curas pederastas? Cuando sucede un sismo, es bueno darle un abrazo de consuelo al que vio caer su casa, pero ¡esto no es suficiente!… la solidaridad urge a más. Y en esto, hay que decirlo con claridad, todos somos Iglesia, es decir, la solidaridad con la víctima de abuso sexual es asunto de todos, no es tema exclusivo del victimario. ¿Qué hacemos como comunidad por cada niño que sufre o sufrió?

Y es que, si sólo analizamos la pederastia como un desorden psicosexual criminal de “un” sujeto creo que poco avanzamos en la “comprensión”. Que la pederastia es gravísima, sólo hay que leer el 209 bis del Código Penal Federal. Pero, con todo, es también la manifestación de una estructura de poder subyacente a sus acciones. El abuso de un niño y el gozo con su sufrimiento (lo cual también coloca al pederasta dentro de los sádicos) se sostiene en una relación de poder. Hacer el amor a un adulto significa ir a una libertad que acoge nuestra libertad: porque el amor íntimo, para ser tal, no puede sacrificar la libertad del otro. Pero el que viola o abusa de un niño no busca el encuentro con una libertad, sino el dominio sobre un objeto. Y el niño de ordinario no ofrece resistencia: he ahí su misteriosa vulnerabilidad.

Al leer estos días las tristes noticias sobre los casos de pederastia me surge la duda si en el fondo el mayor deleite de esta perversión está en la concupiscencia de la carne o en la seguridad y placer que proporcionan al pervertido el someter otra libertad bajo su imperio. Hay quien se excita con la transgresión de un cuerpo desnudo, otros habrá que les excite someter una libertad, otros más encontrarán placer en el retorno a una infancia que, lamentablemente, también les fue arrebatada injustamente. El pederasta está en la confluencia de estas perversiones.

Soy amigo de la autocrítica. Creo que nada ganamos como Iglesia dando cifras que dicen que el 5% o menos de los pederastas son curas, mientras que el otro 95% son familiares, maestros o desconocidos. Igualmente me parece un desatino la idea de explicar la pederastia a partir de la homosexualidad: habiendo homosexuales no pederastas, y pederastas no homosexuales la “comprensión” del fenómeno no se desvela por esa vía. Estamos frente a una crisis seria y alarmante: o le damos la cara y la afrontamos en toda su gravedad, o los intentos de edulcorarla lo único que harán será perpetuar el daño. La lógica del poder es la hidra, una de sus cabezas es la pederastia.

Algunos puntos que, para un católico, me parece urgente tratar y resolver son:

– Atender con seriedad la selección y formación de los aspirantes al sacerdocio. Es necesario incorporar psicólogos y profesionales en estos procesos. Sobra decir que los formadores de los seminarios no deben ser los curas más listos de la diócesis, ni los más joviales o los más carismáticos. No. En los seminarios de nuestras diócesis deben estar los sacerdotes “más santos”. De esto es responsable directo el obispo, pero también nosotros, laicos de a pie. Vayamos a los seminarios, acojamos en nuestras familias a los seminaristas, conozcámoslos, participemos con ellos en sus actividades y formación. Toda la diócesis debe formar a los futuros ministros. El seminario es la matriz de la diócesis, de ella nacerán los pastores, es importante asumirla como la “segunda catedral”, cuidarla y custodiarla con celo.

– Debemos decir un “¡ya basta!” creativo pero sincero al clericalismo. Éste es uno de los puntos nodales de la pederastia pues, como ella, se alimenta de la lógica del poder. Los actos de sumisión del laicado potencian este virus. El Papa Francisco lo ha repetido hasta el cansancio, y creo que no nos está cayendo el centavo: estamos alimentando como feligresía al monstruo que luego devora nuestros hijos. Ojo: no estoy haciendo de los padres de las víctimas los victimarios, sino que estoy alertando de un peligro que “todos” construimos y que, por tanto, todos padecemos.

– Revisar las estructuras que posibilitan -e incluso alientan- la pederastia. Me explico con una simplicidad que espero no insulte a nadie: si yo cometo un delito y mi jefe simplemente me mueve de lugar en la empresa, el delito mismo pierde espesor para todos: para la víctima, para mí, para mi jefe y para todo el pueblo, a esto se le llama “impunidad”, así, tal cual. Una vez tuve la oportunidad de leer un caso inquisitorial novohispano de un cura que abusó de una mujer indígena durante la confesión… la pena que le dio el Santo Oficio fue realmente fuerte: le quitó toda licencia para administrar sacramentos de por vida, lo sacó a la calle en calzones, con capirote, llevando cadenas, le impuso severas penas corporales, en fin… ni para qué hacer largo el cuento. Si a alguien le parece desproporcionada esta falta de caridad creo que algunos casos actuales nos revelan que estamos en las antípodas de la burocracia indolente y displicente. Al menos en el caso inquisitorial aludido las autoridades eclesiásticas prefirieron la transparencia y la rendición de cuentas; ni ellos eran tan oscurantistas como lo creemos y ni nosotros somos tan demócratas como lo pretendemos. Revisemos, pues, cómo andamos en temas de opacidad y lentitud procesal.

– Por último, y esta va más para nosotros los laicos. Cuidemos a nuestros sacerdotes. Ellos están solos, comen solos, viven solos. Su vida nos vale un soberano cacahuate. ¿Los invitamos al cine? ¿Los invitamos a nuestras casas a comer o a jugar dominó? ¿Cuidamos a nuestros pastores? Hoy la parroquia es frecuentada como un lugar más de consumo, donde acudimos, si bien va, semanalmente a adquirir algo de paz. La parroquia debe volver a tomar ese aire de “familia”, de “vecindario”, donde unos vecinos estamos al pendiente y cuidado de otros, entre ellos, del párroco. La soledad, todos lo sabemos, es mala consejera. Cierto, los obispos tienen que ser creativos para organizar en comunidades a su clero, pero en lo que a nosotros toca, hagámosles sentir nuestro afecto y amistad. Un cura solitario y triste es potencialmente -como cualquiera de nosotros-, un alcohólico o un pervertido. ¿Conocemos a nuestro párroco? ¿Nos conoce él? ¿Lo apreciamos? ¿Nos hacemos cargo y cuidamos de toda su vida o sólo nos tranquiliza el hecho de haber dado la ofrenda dominical?

 

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