¿Quién atiende a los verdaderos pobres?

En el umbral de 2025, México enfrenta un escenario social cada vez más desafiante, donde las disparidades estructurales continúan agudizándose pese a los avances en programas de bienestar y transferencias directas a la población vulnerable. El país mantiene una agenda social marcada por profundas brechas de desigualdad, rezagos históricos y nuevos retos contextuales que ponen en tensión la capacidad de respuesta del Estado y la solidaridad social.

Uno de los desafíos fundamentales es la inseguridad alimentaria. Más de 20 millones de mexicanos carecen de acceso regular a una alimentación suficiente y nutritiva, cifra agravada por el alza sostenida en los precios de la canasta básica (que en el último año incrementó 11.7%, de acuerdo con el INEGI). Esta realidad golpea con mayor severidad a comunidades rurales, indígenas y urbanas marginadas: en Oaxaca y Chiapas, por ejemplo, casi el 30% de la población experimenta algún nivel de hambre o malnutrición, vulnerando la dignidad humana y frenando cualquier perspectiva de desarrollo sostenible.

A pesar de la reducción oficial de la pobreza —que descendió del 43.9% en 2020 al 36.3% en 2024 según el CONEVAL— la desigualdad persiste y, en algunos casos, se profundiza. Las mujeres, las personas indígenas y quienes laboran en el sector informal enfrentan tasas de pobreza y exclusión superiores al promedio nacional, y el acceso a la red de protección social apenas roza sus necesidades reales. Más del 50% de la población ocupada sigue en la informalidad, sin acceso a seguridad social, prestaciones ni retiro digno.

Los rezagos estructurales en salud y educación agravan el círculo de vulnerabilidad. En 2025, el 16% de la población mexicana carece de acceso efectivo a servicios médicos básicos, siendo este porcentaje casi del doble en estados como Guerrero y Veracruz. La cobertura educativa, pese a las estrategias de becas universales implementadas, aún muestra altos niveles de abandono y rezago en áreas rurales, con una generación completa de niños y adolescentes afectados por el aprendizaje incompleto tras la pandemia.

El cambio climático exacerba este panorama. Se estima que en 2024 más de 5 millones de personas resultaron directamente afectadas por sequías e inundaciones, con pérdidas en cultivos y vivienda, y una lenta recuperación en los municipios más pobres y aislados. La ausencia de infraestructura resiliente y de apoyo posdesastre refuerza el sentimiento de desamparo y marginación en las zonas más vulnerables.

A esto se suman los efectos de la violencia y el desplazamiento: más de 380,000 personas han abandonado sus comunidades en cinco años debido al crimen organizado, desastres naturales y conflictos territoriales. El acceso a justicia, protección para defensores de derechos y activistas, y la reparación integral son aún promesas incumplidas.

En respuesta, el gobierno ha expandido programas como la Pensión para Adultos Mayores y Personas con Discapacidad, las becas Benito Juárez y la red de distribución de alimentos básicos, entre otros. Sin embargo, los criterios de elegibilidad, la fragmentación de padrones y los topes presupuestales generan exclusión: según informes recientes, al menos 7 millones de personas vulnerables quedan fuera de cualquier cobertura social relevante, por variables como residencia en zonas aisladas, falta de documentos oficiales o pertenencia a minorías discriminadas.

Esta realidad interpela el sentido profundo de la solidaridad social y ciudadana. En un país donde la desigualdad no solo hiere, sino que también divide, los programas sociales deben ser el punto de partida —no la meta— para garantizar derechos y construir comunidades dignas. Es urgente desarrollar estrategias intersectoriales, con participación solidaria de la sociedad civil, organizaciones comunitarias y sector privado, que pongan en el centro a esas personas de las verdaderas periferias: los invisibles del sistema, aquellos que no cuadran en ningún padrón ni reciben visitas de brigadas estatales.

México tiene hoy una responsabilidad histórica: pasar de la mera transferencia a la transformación. Rescatar a los que quedan fuera del mapa institucional no solo es un imperativo ético, sino la única vía hacia una sociedad auténticamente inclusiva, donde la resiliencia colectiva y la solidaridad dejen de ser solo palabras y se conviertan en hechos concretos y en esperanza para los más olvidados.

 

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