El pasado 1 de julio, el sacerdote José Ramón Arévalo fue detenido en su parroquia de Matagalpa mientras celebraba misa. A sus 68 años, no fue acusado de planear un atentado ni instigar una revuelta, sino por “subversión”, según boletines oficiales. Encerrado sin orden judicial, incomunicado y privado de atención médica, Arévalo es uno más de los centenares de religiosos que han pagado con prisiones, exilio o censura por ejercer la solidaridad con el pueblo.
Desde 2018, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha desatado una ofensiva sistemática contra la Iglesia: 46 sacerdotes y obispos han sido detenidos y expulsados, incluyendo a líderes como el obispo Rolando Álvarez, exiliado en 2024 tras una condena de 26 años sin juicio. Miles de misas y procesiones públicas han sido prohibidas; 200 religiosos están hoy en el exilio, sin poder regresar a celebrar en sus comunidades.
Pero la represión no se limita a la fe. Human Rights Watch documenta el cierre de más de 5,600 ONG, el acorralamiento de 58 medios de comunicación y el éxodo de más de 250 periodistas desde 2018. El 22 de noviembre de 2024, la Asamblea, alineada con Ortega, aprobó reformas constitucionales que eliminan la separación de poderes y establecen a Rosario Murillo como copresidenta, consolidando un poder presidencial sin límites.
En abril de 2025, un grupo de expertos de la ONU identificó 54 funcionarios directamente responsables de una represión que incluye torturas, detenciones arbitrarias y desapariciones sistemáticas. A eso se sumó en febrero la formación de una “policía voluntaria” de civiles armados —más de 30 000 encapuchados— para reforzar el control en barrios y ruralidades.
¿Por qué importa a la región?
Porque una democracia que encierra ancianos religiosos por consolar al necesitado ya no respeta derechos básicos. Porque cuando gobiernos como el de México, Argentina o Chile se limitan a “preocupaciones diplomáticas”, permiten que el autoritarismo marque una ruta en Centroamérica. Porque este modelo de represión —orden judicial al margen, exilio, control paramilitar en los barrios— podría ser tentador para élites que anhelan el poder sin límites.
Y porque en el corazón de este acto cruel está la vulneración de lo más elemental: la dignidad humana. El sacerdote Arévalo, en sus sermones, defendía a familias de presos políticos. Arrestarlo fue una declaración clara: los actos de compasión también serán castigados. La campaña va más allá de partidos o creencias; busca eliminar la voz de la conciencia.
En México, la realidad no está lejos de ese drama. Desde 2023, hemos recibido más de 50,000 visas humanitarias para nicaragüenses perseguidos, y el cierre del consulado de Nicaragua en Tapachula deja claro que el éxodo es una respuesta a la represión y no solo una migración económica
Nuestra Constitución y tradición diplomática —tan orgullosa en la defensa de los derechos humanos— exigen coherencia: no basta con recibir refugiados si luego el silencio político sigue avalando las torturas, el exilio clerical y las desapariciones en Managua. Si el gobierno mexicano realmente cree en su papel como abanderado de la comunidad regional, debe activar su voz en foros multilaterales, pasar de la retórica a acciones concretas —presión diplomática, sanciones focales, apoyo legal— y congruentemente fortalecer los esquemas de refugio y acompañamiento para quienes huyen del autoritarismo. Porque tolerar una dictadura al sur no solo es atentar contra una nación hermana… es renunciar a nuestra propia dignidad democrática.
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