Gaza: el día después del alto el fuego


La imagen corre por el mundo: autobuses que regresan a casa con rehenes israelíes, camiones con presos palestinos liberados, y la esperanza —más frágil que el cristal— de que el silencio de las armas dure más que un titular. El acuerdo de alto el fuego trajo la liberación de 20 rehenes y el compromiso de Israel de excarcelar a alrededor de 1,900-2,000 prisioneros palestinos; además, se abrió la compuerta para que ayuda humanitaria por fin cruce hacia una Franja devastada por dos años de guerra. 

Pero la paz no se decreta: se construye. Sobre el terreno, Hamas exhibe músculo armado y despliega fuerzas en Gaza para “restablecer el orden”, un gesto que siembra dudas sobre la desmilitarización comprometida en el acuerdo y anticipa tirones entre facciones y milicias. El resultado: una calma con filo, sostenida por compromisos ambiguos y por la presión de actores regionales y globales. 

El cálculo geopolítico es brutal en su aritmética. Israel celebra el retorno de algunos de los suyos y busca convertir el tránsito a la posguerra en un relato de seguridad restaurada. Estados Unidos capitaliza la mediación y promete un plan para la reconstrucción. Egipto y otros socios regionales aspiran a blindar fronteras y a gestionar la estabilización con fondos y supervisión internacional. Pero, ¿quién gobernará Gaza? ¿Cómo se desmontan estructuras armadas sin disparar la mecha de otra ruptura? Ningún acuerdo duradero sobrevivirá sin instituciones civiles legítimas, reconstrucción económica y garantías creíbles para todos los civiles. 

Los datos humanitarios son un puñetazo a la estadística: hambruna, desplazados por cientos de miles y ciudades reducidas a escombros. La entrada de convoys de ayuda abarata precios puntualmente, pero la seguridad en la distribución sigue siendo un cuello de botella. Sin acceso sostenido y sin Estado de derecho que proteja a la población, cualquier tregua será sólo un paréntesis entre dos tormentas. 

El mundo mira porque lo que ocurre allí nos retrata aquí: nuestra capacidad de poner a la persona en el centro, de buscar el bien común por encima del rédito político y de exigir responsabilidad a quien empuña el poder. La lección no admite atajos: si la paz no se traduce en seguridad para las familias, trabajo, escuela y servicios, no es paz; es pausa. Y una pausa, por necesaria que sea, no alcanza para curar.

El día después del alto el fuego será el día en que empecemos a medir los avances con indicadores claros: reingreso escolar, acceso a salud, reconstrucción de vivienda, retorno seguro de desplazados, desarme verificable y creación de empleos. Ese tablero —no el de los aplausos diplomáticos— dirá si la región camina hacia una paz estable o si sonamos otra vez la misma música. Mientras tanto, quedan dos certezas: la alegría legítima por quienes volvieron, y el deber de exigir que todos los inocentes —sin distinción— puedan volver a vivir sin miedo. Eso, y sólo eso, será una victoria digna de celebrarse.

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