Empleo formal e inversión: el binomio que asegura el futuro

“Cuando la modesta esperanza económica no basta: México ante el reto de consolidar crecimiento con justicia”

México camina hoy por una senda incierta: aunque aún se evita la recesión, el crecimiento proyectado apenas roza lo mínimo necesario para mantener esperanzas, pero no para saldar deudas sociales ni transformar realidades históricas. El Fondo Monetario Internacional ha pintado un panorama que exige reflexión profunda: para 2025 se proyecta un crecimiento del 1.0 %, apenas suficiente para cubrir, en el mejor de los casos, parte de la demanda laboral inédita que genera el propio crecimiento demográfico. Para 2026, esa cifra podría mejorar levemente hasta 1.5 %, siempre y cuando se corrijan vulnerabilidades estructurales. 

¿Pero en qué se traduce esa modesta noticia para el ciudadano de a pie? Significa que muchas políticas sociales, programas de bienestar, infraestructura, servicios públicos y oportunidades laborales vivirán bajo presión. El Estado se ve obligado a escoger prioridades, frecuentemente sacrificando lo justo, lo pequeño, lo que sostiene la dignidad cotidiana de las comunidades más vulnerables. La solidaridad y el bien común exigen que ninguna persona quede rezagada por el mero peso de cifras macroeconómicas.

El FMI advierte varios riesgos: tensiones globales, debilidades en infraestructura, déficit fiscal persistente. También destaca que, si no se toman medidas para estabilizar la deuda (que podría alcanzar cerca del 61.5 % del PIB en 2030), los costos financieros y fiscales terminarán hipotecando los avances sociales. 

Este gobierno, bajo la presidencia de Claudia Sheinbaum, ha informado anteriormente estimaciones de crecimiento similares —alrededor de 1.2 % anual frente a pronósticos negativos— y expone un modelo que busca mezclar estabilidad macroeconómica con prosperidad compartida por medio de programas sociales. Sin embargo, esos datos señalados por el gobierno necesitan aterrizar en realidades locales: empleo digno, salud accesible, educación de calidad, servicios básicos bien dotados, equidad territorial.

La subsidiariedad reclama que los gobiernos locales, comunidades, iglesias y organizaciones civiles participen activamente en la implementación de políticas: no basta con decretar medidas en Palacio Nacional, sino llegar al ejido, al barrio, al municipio. Ahí es donde la promesa de crecimiento debe volverse oportunidades para familias que han vivido décadas de exclusión. Ahí es donde los pobres deben hallar una voz, no una solución impuesta.

También debe haber transparencia y responsabilidad: crecimiento sin rendición de cuentas suele adquirir formas invisibles de injusticia. ¿Dónde van los recursos? ¿Cómo se priorizan inversiones públicas? ¿Quién se beneficia verdaderamente de las obras, los contratos, las concesiones? 

¿Qué pasos concretos podrían marcar la diferencia? Primero, fortalecer la política fiscal de manera progresiva: gravar con mayor equidad propiedades de lujo, transacciones de capital, establecer impuestos ambientales que internalicen los costos del daño ecológico, con recaudo transparente y uso explícito para lo social. Segundo, evitar que el proteccionismo, aunque muchas veces bien intencionado, derive en inflación o en aislamiento económico. El modelo económico debe abrir espacio para la innovación, para mipyme, para producción nacional competitiva, pero también fomentar comercio justo, inversión responsable, alianzas internacionales que beneficien a los más.

Tercero, inversión en capacitación y tecnologías locales, para que los jóvenes, migrantes, comunidades indígenas o marginadas puedan participar de la economía del conocimiento, de la producción limpia, de la industria local. No basta con empleo; debe ser empleo digno, sostenible y con derechos. Cuarto, fortalecer redes de seguridad social, salud pública, vivienda accesible, transporte, conectividad, para asegurar que, al crecer, no se reproduzcan desigualdades territoriales: la periferia, los pueblos, las zonas indígenas no pueden seguir recibiendo migajas mientras los centros se benefician.

Finalmente, cultivar una cultura de esperanza que no se conforme con lo mínimo. El crecimiento económico no es un fin en sí mismo, sino medio para que la dignidad humana florezca, para que cada persona tenga lo que necesita para vivir con plenitud. México tiene recursos naturales, talento humano, riqueza cultural; tiene una Iglesia presente, comunidades de base, organizaciones que saben de sacrificio y solidaridad. Pero se requiere coraje político, verdad en el discurso público y un compromiso real por el bien común.

Si se logra que el crecimiento proyectado —aunque modesto— no se desperdicie en intereses financieros o en obras vistosas para pocos, México podrá mirar al futuro con más optimismo genuino. Si no, seguirá existiendo una coherencia rota entre lo que prometemos y lo que vivimos. Y esa distancia pesa, tanto en el bolsillo como en el alma.

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