El país fracturado: la violencia silenciosa convierte a miles de mexicanos en desplazados internos

La geografía del dolor en México se expande en silencio. No se trata solo de los titulares escandalosos, sino de un drama más profundo que está redefiniendo la vida de millones de familias: el desplazamiento forzado interno y la creciente dificultad para ejercer derechos básicos como la seguridad y la libre movilidad. Mientras las cifras oficiales del INEGI muestran una ralentización en el crecimiento poblacional en algunas entidades, el trasfondo es alarmante: la violencia sistémica, impulsada por la delincuencia organizada y la impunidad, está obligando a miles de personas a abandonar sus hogares, convirtiéndolas en migrantes dentro de su propia tierra.

Los datos duros son innegables y deben ser el centro de nuestra reflexión. Estudios de organizaciones de la sociedad civil y reportes gubernamentales no oficiales estiman que el número de personas desplazadas por la violencia en México ha alcanzado niveles críticos en la última década. El 60% de los afectados reporta haber dejado su hogar debido a amenazas directas o a la inseguridad generalizada en su comunidad, siendo estados como Guerrero, Chiapas, Michoacán y Zacatecas los focos rojos. La afectación va más allá de la estadística; hablamos de la pérdida del patrimonio, la desintegración del tejido social y el colapso de la confianza en las instituciones. Cuando las carreteras, arterias vitales de la economía y la convivencia, se convierten en zonas de alto riesgo, se paraliza no solo el comercio, sino la posibilidad misma de un proyecto de vida digno.

Este fenómeno de desarraigo interno choca de frente con la vocación humanista de nuestra sociedad y con la dignidad inalienable de la persona. Ante este panorama de desintegración, la reciente emisión de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), con su llamado urgente a la paz y a la reconciliación nacional, resuena con una urgencia profética. No es un llamado político en el sentido partidista, sino un recordatorio moral a la conciencia colectiva. La reconciliación no es un acto pasivo; es una exigencia activa para construir puentes donde la polarización ha levantado muros. Implica que el Estado garantice la seguridad y que la sociedad civil asuma la corresponsabilidad en la reconstrucción de las comunidades afectadas.

La seguridad no puede ser vista como una variable política negociable, sino como un derecho fundamental que sostiene todo el andamiaje social. La falta de efectividad en las estrategias de seguridad, sumada a la impunidad que según el Índice Global de Impunidad se mantiene por encima del 90%, es el caldo de cultivo que perpetúa este ciclo de violencia y desplazamiento. El costo de la inseguridad en México, estimado por el IEP a ser equivalente a una porción significativa del PIB, es insignificante frente al costo humano.

La única ruta viable para sanar el país y detener la diáspora interna es abordar el problema desde una óptica de justicia restaurativa y de bien común. Es necesario un análisis y una acción que trascienda la coyuntura electoral, centrado en fortalecer el Estado de Derecho, garantizar la procuración de justicia para las víctimas y, fundamentalmente, escuchar y atender el clamor de quienes han perdido todo por la violencia. El llamado de la Iglesia, desde su mirada humanista, es el eco de una nación que anhela la paz y que debe encontrar en la verdad y la justicia el camino hacia la auténtica reconciliación.

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