Denuncia por difamación: ¿un escudo institucional o arma política?

En una jugada poco común, la Presidencia de México anunció el 14 de julio que presentará una demanda por difamación contra Jeffrey Lichtman, abogado de Ovidio Guzmán, por llamarla “el brazo de relaciones públicas de una organización narcotraficante” y calificar al país de “corrupto”. Pero ¿qué hay detrás de esta ofensiva legal y cuál es su verdadera intención?

Al declarar culpable a su cliente en Chicago, Lichtman abrió un capítulo que va más allá del estricto terreno jurídico: recordó el caso del general Cienfuegos —acusado por la DEA y exonerado en México— y acusó al gobierno actual de omisión frente a otros capos como “El Mayo” Zambada. El mensaje fue claro: el acuerdo de culpabilidad de Ovidio adjudicaría responsabilidades más amplias que lo estrictamente judicial.

Sheinbaum no tardó en responder. Rechazó categóricamente cualquier contubernio con cárteles, instando a la Fiscalía General de la República a aclarar el episodio Cienfuegos, y advirtió que no tolerará ataques sin fundamento. La respuesta podría interpretarse como un acto de defensa institucional, aunque no está exenta de implicaciones políticas: ¿bajar el tono de una crítica implacable basada en eventos pasados, o acallar una postura incómoda?

El trasfondo diplomático es ineludible. Ovidio Guzmán negocia en EE.UU. sin que México participe directamente, pese a que ambos países enfrentan el reto común del narcotráfico. Lichtman calificó de “absurda” la idea de que México interviniera, destacando la inconsistencia de Washington, que designa a los cárteles como grupos terroristas mientras negocia con sus líderes. Para Sheinbaum, esto refuerza su llamado a “respeto, colaboración y coordinación” entre ambas fiscalías.

Y aquí radica el dilema central: ¿Es la demanda una reacción institucional válida, o el inicio de una estrategia para acallar voces incómodas? En contextos democráticos, el derecho a réplica es legítimo; sin embargo, los juicios mediáticos basados en acusaciones históricas pueden desviar la atención de lo que realmente importa: subsanar fallas institucionales.

Lichtman, en cambio, adoptó una estrategia agresiva y sin matices: calificó a Sheinbaum de “hipócrita” y “ridícula”, y avisó que “tendrá más que decir al respecto en breve”. Sus declaraciones subrayan una postura que apunta no sólo a defender la narrativa jurídica de su cliente, sino a presionar políticamente a un gobierno al que acusa de inconsistencia y opacidad.

La pregunta clave: ¿ganará Sheinbaum legitimidad al desafiar públicamente estas acusaciones o dará oxígeno a versiones que podrían oscurecer, en lugar de revelar, la verdad? El riesgo para la Presidencia es encasillarse en una defensa por litigio, en lugar de fortalecer la rendición institucional de cuentas.

Para México, la claridad en este episodio —más que la retórica— resulta determinante. ¿Podrán las fiscalías de México y Estados Unidos coordinarse sin solapar intereses políticos? ¿Servirá la demanda para fortalecer la confianza pública o abrirá una grieta más profunda en la comunicación institucional?

El intercambio entre el abogado de Ovidio y la Presidencia de México no es un simple cruce de palabras: es una prueba de madurez institucional. Si existe evidencia, debe presentarse con rigor. Si hay reclamos, deben canalizarse con transparencia. Pero si todo termina en golpes de efecto legales y coral de descalificaciones, la víctima no será un personaje o partido, sino el interés público. En última instancia, quienes requieren claridad no somos ni Sheinbaum ni Lichtman: somos los ciudadanos. Y es por esa claridad que debemos seguir exigiendo respuestas.

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