Hasta que la decencia pública se haga costumbre

Gerardo Fernández Noroña se ha convertido, en México, en el símbolo de una época marcada por la confrontación y el espectáculo legislativo. Su paso por la presidencia del Senado ilustra cómo la política mexicana, lejos de centrarse en las necesidades reales de la población, ha optado por la polarización y el ocultamiento de los grandes problemas nacionales tras cortinas de humo y discursos de victimización.

Su estilo, lo define como el heredero directo del tono dominante durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador; ha consolidado en el Congreso de la Unión una retórica de división y, en ocasiones, de abierta hostilidad hacia integrantes de la oposición y del propio entorno parlamentario. 

Ya sea en tribuna, en reuniones con migrantes, en algún recorrido por las calles, en programas de análisis o en entrevistas con medios, el petista-morenista ha protagonizado episodios en los que la violencia verbal ha alcanzado niveles escandalosos. Se han documentado momentos en que recurre al grito, la descalificación e insinuaciones peyorativas contra quienes no comparten sus posturas, generando momentos de tensión que rebasan los límites y tocan lo personal. 

Lo sucedido esta semana durante la clausura del periodo de sesiones del Poder Legislativo, donde los golpes y ofensas se hicieron presentes, fue el resultado de todos esos eventos en los que la soberbia ha sido el ingrediente principal. Su actuación como Presidente del Senado dejó mucho que desear, se comportó como el cadenero del “centro de espectáculos político” donde predominó el agandalle del oficialismo.

En 2019, ambos fuimos diputados federales y, en una visita a mi Estado, en el Congreso Local, sus expresiones hacia mi persona fueron extremadamente violentas. Sin mayor información y engolosinado con el reciente triunfo de Morena, lanzó acusaciones y calumnias sin fundamento y llamó a que “me pusieran una chinga, por bocona”, toda vez que mis posicionamientos han sido críticos con la transformación.

Tuve que enfrentarlo y, junto con eso, también a los comentarios de muchos actores políticos de todos los partidos, que insistían: “no hagas caso, así es la política”. Como si la mala costumbre de lastimar a otros deba ser la regla.

Interpuse entonces 3 denuncias: una, ante el Instituto Nacional Electoral (INE), otra en el Comité de Ética de la Cámara de Diputados y una más ante la Fiscalía General de la República (FGR). No fui la primera diputada a la que violentara, pero he sido la única que siguió los causes legales, sin prestarme a usar sus mismas formas o sus mismos términos, porque esa es justo la razón que le permite alimentar la polarización, victimizarse e invisibilizar su actuar, porque ha logrado colocar a una gran parte de compañeros a su mismo nivel, que no tiene que ver con nuestros orígenes, sino con nuestra formación y con nuestros valores.

Un año después, el Tribunal Electoral me dio la razón y le obligo a disculparse públicamente, por supuesto, estoy consciente que ninguna ley o sentencia cambiaría su conducta humana, sin embargo, creo que el camino a la recuperación del diálogo y el buen ejercicio de la política debe ser el fortalecimiento de las instituciones y las leyes.

En sus últimos episodios de violencia, resulta frustrante saber que personajes como él tienen las “bocinas públicas” y el poder de decidir por los mexicanos y que la llegada de una mujer a la presidencia no hizo ninguna diferencia. Claudia Sheinbaum ha minimizado o relativizado sus excesos bajo el argumento de la “libertad de expresión” o señalando que “el debate debe ser rudo”. Así, la parcialidad con la que se atienden sus incidentes contrasta con la severidad con que se juzgan expresiones provenientes de la oposición.

Pero la violencia no es lo único que lo iguala con otros miembros de la autodenominada “cuarta transformación”: sus excesos en su estilo de vida dibujan a lo peor de la clase política. Se han hecho públicas, imágenes y testimonios que lo ubican viajando de manera frecuente en primera clase, hospedándose en hoteles de lujo durante giras nacionales e internacionales y adquiriendo bienes inmuebles y vehículos que, de acuerdo con diversas investigaciones periodísticas, no corresponden con sus ingresos declarados como legislador.

Pero la defensa oficialista permanece, porque eso les permite desviar la atención de los graves problemas que enfrentamos como país como la inseguridad, la colusión de políticos con el crimen organizado, la difícil situación económica de las familias mexicanas, la rampante corrupción que asoma en cada uno de los miembros de la transformación que llegaron para superar con creces los errores del pasado. Un símbolo del estilo instaurado en el sexenio de López Obrador y que sigue al pie de la letra la actual presidenta.

La consecuencia de esta forma de hacer política es la normalización de la violencia verbal y simbólica, la justificación de privilegios y la perpetuación de una agenda que elude los temas centrales para los mexicanos.

El desafío para México seguirá siendo recuperar el sentido de la política como espacio de diálogo y construcción colectiva y dejar atrás el protagonismo vacío y la simulación. Aunque se ve lejano, estoy segura de que miles de ciudadanos, como yo, seguiremos luchando hasta que la dignidad y la decencia pública se hagan costumbre.

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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