El asesinato del alcalde Carlos Manzo no solo representa una tragedia que exige justicia, sino también un espejo que revela el modo en que el poder responde ante la indignación ciudadana. Esta semana fuimos testigos de que en lugar de encabezar una investigación transparente, la presidenta Claudia Sheinbaum optó por exhibir en su conferencia matutina a quienes se pronunciaron en redes sociales sobre el crimen, acusándolos de formar parte de una “campaña digital” en contra de “su movimiento”.
Esta práctica no es nueva. Es heredada directamente de Andrés Manuel López Obrador: convertir el micrófono presidencial en un patíbulo, donde se señala sin evidencia a periodistas, activistas, influencers y ciudadanos que se atreven a exigir respuestas. Lo que debería ser un espacio de rendición de cuentas se transforma en un tribunal sin garantías.
Conozco a algunos de los aludidos, como a Héctor Rosete, José Díaz Machuca, Laura Mx y La Abuela García, son reconocidos profesionistas, comunicadores e influencers que han denunciado abusos del poder en otras épocas, y que hoy vuelven a alzar la voz ante un crimen que merece esclarecimiento, no estigmatización. Exhibirlos como parte de una supuesta conspiración no solo es irresponsable: es profundamente autoritario. Es usar el poder para intimidar, no para gobernar.
Pero el foco no debería estar en quienes denuncian, sino en lo que se denuncia: una estrategia de seguridad fallida, que el gobierno se niega a revisar. El asesinato de Carlos Manzo se suma a una larga lista de políticos, activistas y defensores que han sido abatidos por denunciar, por resistir, por no someterse. Y mientras tanto, los ejes que se supone aborda la estrategia nacional de seguridad están abandonados.
La narrativa oficial insiste en culpar al pasado, como si el presente no fuera ya responsabilidad propia. Pero la violencia no espera explicaciones: cobra vidas. Y cada vez que se exhibe a un ciudadano por ejercer su derecho democrático a exigir, se corre el riesgo de que esa exhibición se convierta en sentencia. Porque en un país donde el crimen ha aprendido que puede matar sin consecuencias, también puede leer como amenaza cualquier voz que incomode.
Uno de los datos que la autoridad reveló tras el asesinato de Manzo fue la edad de uno de los presuntos responsables: un joven de apenas 21 años. Ese dato, aparentemente menor, desnuda el fracaso de uno de los programas sociales “estrella” del sexenio anterior: Jóvenes Construyendo el Futuro. El apoyo económico no resolvió las carencias profundas, ni construyó alternativas reales. El reclutamiento de jóvenes por el crimen organizado, se ha potencializado, no por falta de dinero, sino porque les falta horizonte.
La construcción del futuro se ha estancado en cementerios, o en tierras donde los desaparecen. Lo que se prometió como una red de oportunidades se ha convertido, para muchos, en una red rota. Y mientras el gobierno presume cifras, los jóvenes siguen siendo carne de cañón en una guerra que no se quiere nombrar.
¿Qué se está evadiendo realmente? Que la estrategia de seguridad nacional no está funcionando. Que los municipios están solos. Que los alcaldes son blanco fácil. Que los presupuestos para prevención, profesionalización y fortalecimiento de las policías han sido recortados. Que el crimen organizado no solo desafía al Estado: lo suplanta en regiones enteras. Y que, ante esta realidad, el gobierno prefiere exhibir tuiteros que enfrentar a los verdaderos responsables.
Cuando el Estado pone el foco en quien denuncia en lugar de en lo que se denuncia, está desviando la mirada del verdadero problema: la impunidad. Y cuando el linchamiento público se convierte en estrategia oficial, el derecho a la verdad y a la libre expresión queda en peligro.
La exhibición desde el púlpito presidencial no es solo una táctica de control: es una forma de violencia institucional. Una que desincentiva la participación ciudadana, que criminaliza la crítica, que convierte el dolor en sospecha. Y lo más grave: que normaliza el uso del Estado para perseguir a quienes piensan distinto.
En un país donde ser periodista, activista o alcalde implica riesgo de muerte, poner en la mira a ciudadanos que ejercen sus derechos democráticos no es solo irresponsable: es peligroso. La estigmatización desde el poder puede convertirse en antesala de la violencia asesina. Y si el Estado no la detiene, al contrario la promueve, la está legitimando.
La exigencia de justicia por Carlos Manzo, por Bernardo Bravo e Irma Hernández y por los miles de muertos y desaparecidos en México, no debe ser silenciada. Como tampoco deben serlo las voces que denuncian, que preguntan, que incomodan. Porque la democracia no se mide por el aplauso al poder, sino por la libertad de disentir.
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