La delgada frontera entre estupidez y perversidad

Estamos presididos por un tipo que se siente iluminado, poseedor de la verdad, que tiene como centro y objeto de sus actos a sí mismo.


Estupidez y simulación


Dijo Abraham Lincoln que se puede engañar a unos pocos todo el tiempo; también se puede engañar a todos un poco de tiempo; pero es imposible engañar a todos todo el tiempo. Tarde o temprano, la verdad se impone y el engaño termina.

En el caso de México, no se sabe qué tan tarde (porque temprano ya no lo fue) los dueños de este país, que somos todos: quienes escriben y quienes leen, quienes votan en las elecciones y quienes no, los partidarios y los apartidistas, todos, acabaremos con la simulación.

Porque, aunque no quieran verlo los antidivisionistas que promueven la división ni los elitistas que discriminan a los “adversarios”, vivimos en un país de simulaciones, unas más graves que otras.

Vale la pena reflexionar en algunas de esas simulaciones.

El gesto de amargura y las sonrisitas socarronas que acaparan cámaras y micrófonos cada mañana, esconden una perversidad disfrazada de estulticia. Simulación, vamos. Actuación cuidadosamente ensayada.

Simulación que nace en una perversidad de magnitud tal que supera la actuación ensayada e inhibe cualquier resquicio de sentimientos, incluso frente a tragedias como las de Fátima e Ingrid Escamilla.

Para ganar adeptos que se entregan casi hasta la inmolación, el simulador se hizo uno de ellos. Aparece como pobre, aunque no lo es, y hace de los conceptos pobre, pueblo y bueno, sinónimos inapelables.

Aparece como conciliador, pero induce a la división. Denuesta a la prensa “fifí”, insulta a la “minoría rapaz” y descalifica a los neoliberales, pero los hace sus aliados en lo que le favorece. Culpa de todo a las administraciones anteriores, pero no ofrece soluciones.

“Evita” derroches como el Nuevo Aeropuerto Internacional de México y la operación del avión presidencial, pero para evitarlos derrocha más, y no rinde cuentas. Simula, simula, simula.

Pero el grado máximo de su perversa simulación es hacerse pasar por tonto. No es poca la gente que cree que estamos presididos por un estulto, pero eso no es exacto.

Estamos presididos por un tipo que se siente iluminado, poseedor de la verdad, que tiene como centro y objeto de sus actos a sí mismo; un hombre que, sin escrúpulo alguno, se salta las reglas y maneja las normas a su antojo, y que apela a estrategias idiotas (“fuchi caca”, “me canso ganso”, rifo un avión pero no lo rifo) para mantener la imagen de estulto que lo asemeja con sus apoyadores y les hace sentirse representados.

No hay estulticia en él. Hay perversidad. Tanta que ya mató los sentimientos. Por eso, ante el reclamo desesperado de mujeres que exigen seguridad, de ciudadanos que exigen justicia en casos como los de Ingrid y Fátima, el señor no duda en abrir un espacio para pedir (con todo respeto, eso sí) que por favor no le pinten las puertas de Palacio Nacional.

De ese tamaño es la perversidad.

 

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