En Uruapan, la música del Día de Muertos quedó interrumpida por los disparos. El asesinato del alcalde Carlos Manzo no es un episodio aislado; es el espejo de una realidad que los mexicanos conocen de memoria: la violencia dejó de ser un sobresalto y amenaza con volverse paisaje. Cuando un edil cae frente a su comunidad, la pregunta ya no es “qué pasó”, sino “qué nos pasó”. En el país de los altares, se nos están llenando las ofrendas de funcionarios, activistas y ciudadanos que hicieron lo mínimo indispensable de cualquier democracia: servir sin pactar con el miedo.
La indignación es legítima, pero insuficiente. La justicia empieza por reconocer que el Estado tiene el deber irrenunciable de garantizar la vida y la libertad, y que ese deber se mide —sin excusas— en resultados. No hay eufemismos que oculten la fragilidad de las instituciones locales; no hay estadística que compense la sensación de abandono en municipios donde el delito regula la economía informal, captura presupuestos y dicta la rutina de escuelas y mercados. En esa intemperie se administra la vida diaria.
El caso de Uruapan exhibe tres urgencias. Primero, proteger a quienes gobiernan y a quienes denuncian: la seguridad de alcaldes, jueces, periodistas y líderes comunitarios no puede depender de escoltas escasas o protocolos de papel. Segundo, cerrar la puerta a la impunidad: el debido proceso debe caminar al ritmo de la evidencia, no de la coyuntura; las fiscalías locales necesitan independencia profesional, presupuestos blindados y métricas públicas de éxito. Tercero, recuperar el territorio: seguridad es presencia del Estado que coordina policía municipal, Guardia Nacional, inteligencia financiera y ministerios públicos, con metas trimestrales transparentes y auditorías ciudadanas.
El contexto económico no ayuda. La economía se desacelera, y el bajo crecimiento significa menos oportunidades formales, más presión para la recaudación y más tentación por rentas criminales. Si la Ley de Ingresos apunta a una caja más robusta, esa fortaleza debe traducirse en capacidades concretas para municipios: policías mejor pagados, ministerios públicos tecnificados y jueces que no temen las represalias. Invertir en justicia local es la obra pública más rentable: pavimenta el camino de la confianza.
La sociedad ya dio señales: marchas espontáneas, luto público, exigencia de resultados. También la Iglesia, que alzó la voz con claridad: no basta capturar al tirador si el sistema que lo produjo permanece intacto. Es un recordatorio oportuno: la seguridad no es sólo un problema de balas, sino de dignidad. Y la dignidad se cuida en la escuela que enseña legalidad, en la empresa que rehúsa extorsiones, en el gobierno que rinde cuentas, en el juez que sentencia con evidencia, y en el ciudadano que no delega su responsabilidad cívica.
No hay atajos. Recuperar el Estado de derecho exige una ecuación simple y difícil: menos discurso, más coordinación. Metas claras por municipio, un tablero público de homicidios, extorsión y desapariciones; seguimiento semanal con datos abiertos; presupuesto condicionado a resultados; y protección integral para autoridades locales y denunciantes. La paz no se decreta: se gestiona. Y se nota cuando la plaza vuelve a ser plaza.
En Uruapan, la vida cotidiana pide una respuesta que honre a los caídos sin convertirlos en estadística. El país entero observa. Normalizar lo intolerable sería nuestra derrota. Elegir el camino del orden con humanidad —ese que pone a la persona al centro y entiende el bien común como tarea compartida— es la única victoria que vale la pena. Que no nos falte coraje para exigir… y construirla.
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