Voces silenciadas: el crimen del párroco y la urgencia de un Estado que proteja al que sirve

En Mezcala, Guerrero, la noticia corrió primero como un rumor y después como un golpe seco: el párroco Bertoldo Pantaleón Estrada, reportado como desaparecido el fin de semana, fue hallado sin vida dentro de su vehículo. La fiscalía investiga homicidio. Entre rezos y sirenas, una comunidad entera entendió que lo ocurrido no es un caso aislado, sino el síntoma de una enfermedad que deshilacha el tejido social desde hace años. Cuando el crimen alcanza a quienes acompañan a los más vulnerables, la pregunta deja de ser retórica: ¿qué tan protegido está, en realidad, el que sirve?

Guerrero carga una larga lista de agravios. En ese mapa de rutas disputadas, economías criminales y silencios aprendidos, el asesinato de un sacerdote no es solo una tragedia local: es un mensaje de impunidad que viaja por todo el país. Las cifras de agresiones contra ministros de culto y agentes comunitarios dibujan una realidad incómoda: la frontera entre lo cotidiano y lo intolerable se ha movido peligrosamente. Las autoridades federales admiten líneas de investigación concretas; se ha mencionado incluso la posible responsabilidad de un chofer cercano. Pero más allá del móvil, la urgencia es otra: garantizar que la verdad llegue y que llegue a tiempo.

La comunidad no necesita discursos huecos, sino certezas básicas: que la búsqueda de justicia sea profesional, transparente y rápida; que el acompañamiento a las víctimas no se diluya en trámites; que existan protocolos de prevención donde la presencia del Estado no sea una visita ceremonial, sino una constancia efectiva. Porque el bien común —esa vieja idea que pone a la persona al centro— no florece en la ambigüedad: requiere instituciones que funcionen, coordinación en territorio y una voluntad política que no se negocie al primer amago.

La Iglesia, por su parte, ha elevado la voz. No solo en clave de dolor, sino de exigencia. Cuando un párroco cae, se apaga un punto de apoyo comunitario: el que abre el templo, pero también la pequeña escuela, la bolsa de trabajo, la red de escucha. Su ausencia multiplica la vulnerabilidad de niños, ancianos, mujeres y migrantes que encontraban ahí una primera línea de auxilio. Por eso este crimen no se mide únicamente en una estadística: se mide en el vacío que deja, en la soledad que impone, en la desconfianza que siembra.

Pero la respuesta no puede ser el miedo. La respuesta debe ser más comunidad y mejor Estado: investigación con estándares internacionales, protección a líderes sociales y religiosos, inteligencia financiera para cortar el oxígeno a las bandas, y presencia policial que cuide —no que simule. También hace falta fortalecer a la sociedad civil en aquellos municipios donde la vida cotidiana se debate entre la economía legal y la extorsión. La seguridad no se improvisa; se construye con constancia, datos y coordinación.

Este editorial no pretende convertir una tragedia en bandera, sino recordar lo esencial: cuando una comunidad pierde a quien le sirve, pierde un espejo de su dignidad. México necesita que la justicia ocurra —y que se note—, que la verdad llegue sin dilación, que el Estado sea más fuerte que cualquier amenaza. Que el nombre del padre Bertoldo Pantaleón no se reduzca a un expediente; que sea, más bien, el punto de inflexión para recuperar la serenidad de los pueblos donde cada misa, cada mercado y cada escuela deberían ser, de nuevo, territorio seguro.

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