Ceremonias del fin de siglo mexica: angustia, fuego y renacimiento

A comienzos del siglo XV, el Valle de México hervía de rivalidades, comercio y asombro. Tenochtitlan y Tlatelolco competían por rutas, prestigio y templos; Azcapotzalco y Texcoco medían fuerzas, y, en medio de esa tensión fecunda, los mexicas ordenaban su tiempo con una cuenta mayor: el xiuhmolpilli, ciclo de 52 años. Al concluirlo, el mundo —creían— podía extinguirse en un cataclismo. La última noche de ese ciclo era, literalmente, “posible última para el género humano”: se apagaban fuegos, se rompían ollas, se guardaba un silencio lúgubre. Sólo si, a medianoche, ardía el fuego sagrado en lo alto del Huixachtla (hoy Cerro de la Estrella), el miedo cedía paso al júbilo: comenzaba un nuevo siglo. Ese rito —llamado en las fuentes “Fuego Nuevo”— condensó la cosmovisión mexica: orden astral, disciplina ritual, sacrificio y renovación. Las descripciones de frailes e historiadores, y la memoria arqueológica del cerro, nos permiten reconstruir la solemnidad y el pavor de aquella noche cargada de destino. 

Prosperidad y rivalidad: el telón de fondo

El ciclo que culmina en 1402–1403 halla a la cuenca en plena ebullición. Tras vejaciones tepanecas, los mexicas aceleran su engrandecimiento con chinampas, canoas y mercados; Tlatelolco, amparado por Azcapotzalco, florece con “buenos y sólidos edificios”, jardines y un comercio pujante. La emulación entre “antiguos hermanos y modernos rivales” los empuja a trabajar más, a construir más, a vender más. El lago, convertido en “esmaltada campiña nadante” por los huertos flotantes, alimenta capitales y ambiciones. (Pasajes del capítulo IV proporcionado por el lector.)

En ese entorno, el quinto siglo mexica —contado desde el mítico Aztlan— debía abrirse con “imponente solemnidad” y con fiestas “alegres y bulliciosas” tras la noche de prueba. Las fuentes coloniales y la arqueología ubican el lugar de encendido del Fuego Nuevo en Huixachtlán, la actual cima del Cerro de la Estrella, en Iztapalapa, donde el fuego nacía a medianoche y era distribuido a los templos y hogares por corredores con teas, como señal tangible de que la creación se había salvado una vez más. 

La última noche: coreografía del miedo

La descripción del rito es precisa y severa: antes del crepúsculo se apagan todas las luces, en templos y casas; se rompen utensilios de barro, se vacían y limpian los hogares. La ciudad queda en oscuridad total. Una procesión “lúgubre y silenciosa” —sacerdotes con cabellera suelta y atavíos divinos, escoltados por multitud meditabunda— avanza hacia Huixachtla con “el más valiente” de los prisioneros de guerra. Llegan instantes antes de la medianoche. En la cima, el pecho de la víctima sirve de lecho para el madero de fricción: cuando la chispa se hace llama, el cuerpo es ofrecido enteramente al fuego; la columna ardiente, visible a larga distancia, es el signo de que no hubo cataclismo y de que el siglo nuevo comenzó. (Pasajes del capítulo IV proporcionado por el lector.) Este mismo procedimiento —fuego por fricción sobre el esternón del cautivo, encendido a medianoche, reparto a toda la ciudad— es consignado en crónicas como la de Sahagún y estudiado en detalle por el INAH. 

La ciudad, entretanto, vive “angustia terrible, indescriptible”. Mujeres embarazadas son cubiertas con hojas de maguey y encerradas “temiendo que se volvieran fieras sangrientas”; a los niños se les tapa el rostro y se les mantiene despiertos para evitar “que se transformaran en ratones o sabandijas”. Familias enteras suben a azoteas para mirar, desde lejos, la cima oscura. El silencio pesa. Sólo la señal en el cerro disipa el pánico y suelta el grito: los corredores descienden con resina encendida; se reaviva el hogar; el fuego “consolar” brilla en altares y patios. (Pasajes del capítulo IV proporcionado por el lector.) La ubicación del cerro y su papel central, hoy ampliamente documentados por el Museo Fuego Nuevo y por arqueólogos de la zona, refuerzan la fidelidad de este cuadro. 

Trece días para rehacer el mundo

Tras la noche cero, siguen trece días “intercalados” para ajustar el curso solar: se encalan muros, se limpian canales, se construyen casas y templos, se renuevan manteles, platos y vasijas. Todo “flamante”, nada usado: el énfasis no es sólo astronómico, sino moral y comunitario. El día 26 de febrero —dicen las fuentes sintetizadas en el texto— nadie bebe agua hasta el cenit; a mediodía comienzan los sacrificios “en número proporcional a la grandeza de la fiesta”. Las noches se iluminan con luminarias; hay música, danzas y juegos, como el de “los voladores”, con 13 vueltas que simbolizan los 4 trecenas del ciclo, espectáculo que perdura hasta hoy, aunque transformado. (Pasajes del capítulo IV proporcionado por el lector.) La interpretación académica del xiuhmolpilli como “atadura de los años” se apoya en la obra de Sahagún y el léxico náhuatl de estudiosos de la UNAM. 

Según los escritos de Bernal Díaz del Castillo, cuando el ejército de Cortés se acercó por la calzada de Iztapalapa, la visión lacustre de Tenochtitlan dejó a los soldados “admirados”, “como cosas de encantamiento” por “las grandes torres y cues y edificios… dentro en el agua”. La frase —tan citada como debatida— revela la potencia urbana y ritual que daban sentido a ceremonias como el Fuego Nuevo: una ciudad cuya arquitectura y calendario expresaban dominio del espacio y del tiempo. 

Para el historiador Enrique Krauze, México se piensa a sí mismo entre “mito y realidad”, y la historia moderna se escribe a menudo contra libretos simbólicos heredados. Ese diálogo entre mito —el mundo que puede acabarse al cerrar el ciclo— y realidad —la disciplina social que renueva casas, campos y leyes— ayuda a leer el Fuego Nuevo como pedagogía colectiva de orden y fragilidad. 

Las investigaciones del INAH y la memoria local coinciden en que Huixachtlán (Huizachtecatl), hoy Cerro de la Estrella, fue escenario de varias ceremonias del Fuego Nuevo —la última en 1507— y que desde allí partía el fuego hacia Tenochtitlan e inmediaciones. El sitio es hoy un espacio arqueológico con museo y divulgación constante sobre el rito y su astronomía. 

“Cada noviembre, subimos al Cerro de la Estrella para el festival del Fuego Nuevo. No es lo mismo que en tiempos antiguos, pero hay algo en el silencio cuando apagan todos los focos y aparece la flama que te hace pensar: seguimos aquí. Mi abuela decía que cuando prende el fuego, uno respira distinto, como si dejara de apretar el pecho. Regresamos a casa con una veladora encendida; es un gesto pequeño, pero nos recuerda que somos una familia y que hay que empezar el año ‘con la casa limpia’.”
—Relato recopilado en actividades culturales de Iztapalapa vinculadas al Museo Fuego Nuevo y al festival contemporáneo del 19 de noviembre (evento y museo referenciados por fuentes de divulgación patrimonial). 

Política, religión y guerra: lo que el rito disciplinaba

El capítulo histórico que acompaña este reportaje recuerda que los ciclos rituales convivían con guerras, rebeliones y pactos: Texcoco, Azcapotzalco, Tlatelolco y México-Tenochtitlan encadenaban alianzas y rupturas; moría Huitzilihuitl; Tezozómoc articulaba confederaciones; Ixtlilxóchitl negociaba y peleaba. En ese vaivén, el Fuego Nuevo operaba como mecanismo de cohesión: apagando y encendiendo en el mismo compás hogares, templos, mercados y canales, la ciudad ritmaba su economía, su estética y su obediencia. (Pasajes del capítulo IV proporcionado por el lector.) Los estudiosos han subrayado esa doble dimensión: cosmológica y política. 

Cómo lo sabemos: fuentes y corroboraciones

  • Crónicas: fray Bernardino de Sahagún (Historia general) describe la “atadura de los años”, el apagado general, el ascenso al Huixachtla y el encendido a medianoche sobre el pecho de un cautivo; su síntesis es base del entendimiento moderno del rito. 
  • Memoria arqueológica y divulgación: el INAH y espacios culturales de Iztapalapa documentan el rol del Cerro de la Estrella y mantienen museografía específica; el festival contemporáneo evoca —sin reproducir prácticas violentas— la coreografía del encendido. 
  • Mirada de los conquistadores: la prosa de Bernal Díaz sobre la urbe lacustre y el Templo Mayor ilustra la densidad simbólica del espacio donde el fuego regresaba a los templos. 
  • Ensayo histórico contemporáneo: Krauze problematiza la relación mexicana con el mito, útil para leer el Fuego Nuevo como pedagogía social del límite. 

El juego de “los voladores”: tiempo hecho giro

En las festividades del nuevo siglo, los mexicas ejecutaban el “juego de los voladores”: un mástil coronado por un bastidor, cuatro cuerdas y trece giros exactos, de modo que los voladores tocaran tierra a la vez al completar la cuenta. El 13 no era capricho: cuatro periodos de 13 años cada uno hacían el 52 de la gran atadura. La belleza matemática del ritual —tiempo encarnado en vuelo— ha sobrevivido como danza voladora totonaca en el oriente del país, con adaptaciones y resignificaciones contemporáneas. (Pasajes del capítulo IV proporcionado por el lector.) Estudios etnohistóricos han seguido la pista de esta performatividad del calendario. 

La ceremonia del Fuego Nuevo no fue sólo un rito apocalíptico: fue un sistema de gestión del miedo. Ordenaba la angustia con una liturgia común: apagar, romper, subir, encender, repartir, rehacer. En sociedades donde la guerra acechaba y la diplomacia era frágil, el fuego compartido recordaba que la vida —y el barrio, y el canal, y el mercado— dependían de reglas y encuentros. Esa pedagogía de la renovación aún resuena: cuando Iztapalapa recrea cada noviembre su festival, menos de dioses y más de memoria, la ciudad entera ensaya, otra vez, la posibilidad de empezar limpio.

La Doctrina Social de la Iglesia —con su mirada sobre el bien común, la dignidad humana y el cuidado de la casa— encuentra aquí un puente cívico: no hay comunidad sin calendarios compartidos, sin rituales que venzan el miedo para abrir paso al trabajo, la justicia y la solidaridad. Y en clave mexicana, esa lección vale oro: amamos el fuego que enciende la vida, no el que la destruye; el que vuelve a prender en el hogar después de la noche más oscura.

Citas clave (selección)

  • “Parecía a las cosas de encantamiento… por las grandes torres y cues y edificios… dentro en el agua.” —Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
  • Sobre el Huixachtla/Cerro de la Estrella como sede del Fuego Nuevo y la distribución del fuego a templos y casas. —INAH y divulgación académica. 
  • Sobre la atadura de los años (xiuhmolpilli) y su lógica astronómica. —Sahagún; estudios UNAM. 
  • Sobre mito y realidad en la lectura histórica de México. —Enrique Krauze. 

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