En México, la pobreza no es una simple circunstancia individual que se supera con esfuerzo personal. Es, en palabras del Banco Mundial, una “trampa estructural”: un muro invisible que se levanta desde el nacimiento y que determina las posibilidades de ascenso social. El Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) lo documenta con crudeza: siete de cada diez personas nacidas en hogares pobres no logran salir de esa condición a lo largo de su vida.
Esto significa que en México el lugar de origen pesa más que el talento, la disciplina o la preparación. La movilidad social —ese ideal de que cada generación pueda vivir mejor que la anterior— se encuentra prácticamente bloqueada. “La desigualdad de oportunidades está incrustada en el código postal, en el género y en la historia familiar”, explica Roberto Vélez, director ejecutivo del CEEY.
Dos Méxicos: norte y sur
La geografía es uno de los principales factores que marcan esta barrera. El mismo estudio del CEEY revela que, mientras en el norte del país 54% de quienes nacen en pobreza permanecen pobres, en el sur esa proporción se dispara a más del 80%.
La explicación está en el acceso desigual a infraestructura, educación de calidad y empleos formales. Mientras ciudades como Monterrey o Saltillo se benefician del nearshoring y la inversión extranjera, regiones como Oaxaca, Chiapas o Guerrero siguen atrapadas en una economía de subsistencia.
“Es como si viviéramos en dos países diferentes”, señala Mariana Campos, economista de México Evalúa. “Uno integrado a las cadenas globales de producción y otro rezagado, sin inversión y sin empleos dignos. El problema es que ambos son México, y la desigualdad entre ellos genera fractura social”.
La pobreza con rostro de mujer
La desigualdad también tiene género. El 87% de las personas excluidas del mercado laboral son mujeres, según datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo. Esto implica que, aunque las mujeres representen la mitad de la población, cargan con condiciones de discriminación, trabajos informales y falta de oportunidades para crecer profesionalmente.
“Cuando me embaracé, mi jefe me dijo que ya no podría confiar en mí. Perdí el empleo y desde entonces no he logrado encontrar uno formal”, cuenta Mariela, madre soltera en Ecatepec, que subsiste vendiendo comida en la calle. Su historia refleja una realidad estadística: más del 60% de las mujeres en México trabajan en la informalidad, sin seguridad social ni estabilidad.
El muro de la pobreza, entonces, no solo está hecho de ladrillos económicos, sino también de sesgos culturales y de una falta de políticas de conciliación laboral y familiar.
Educación: la promesa incumplida
Históricamente, la educación ha sido vista como el gran motor de la movilidad social. Sin embargo, en México la promesa está incumplida. Según datos del INEGI, solo el 18% de los hijos de padres sin educación básica logra terminar la universidad. En contraste, quienes provienen de hogares con estudios universitarios tienen cinco veces más probabilidades de acceder a la educación superior.
“La escuela debería ser el espacio para nivelar el terreno, pero en México lo que hace es reproducir la desigualdad”, sostiene Claudio Lomnitz, antropólogo y académico de Columbia University. La diferencia en la calidad educativa entre zonas rurales y urbanas, entre escuelas privadas y públicas, se convierte en un determinante del futuro.
Trabajo precario: el otro muro
Incluso cuando alguien logra superar el rezago educativo, se enfrenta a un mercado laboral frágil. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que el 56% de los empleos en México son informales, lo que significa bajos ingresos, falta de seguridad social y escasas posibilidades de ahorro.
“Trabajo en una maquiladora en Ciudad Juárez desde hace 12 años. Gano lo mismo que al inicio, apenas sube un poco con el salario mínimo. Nunca he podido comprar una casa”, relata Jorge, obrero de 38 años. Su testimonio refleja cómo, aun con empleo, el ascenso social puede ser un espejismo.
La visión humanista nos lleva a insistir en que el desarrollo no puede reducirse al crecimiento económico, sino que debe poner al ser humano en el centro. Documentos como Rerum Novarum (León XIII) o Caritas in Veritate (Benedicto XVI) subrayan la necesidad de un orden social justo, basado en la dignidad de cada persona.
“Una sociedad que condena a sus hijos a repetir la pobreza de sus padres no es una sociedad justa”, afirmó en 2015 el Papa Francisco en Bolivia. Este principio interpela a México: no basta con que haya inversión y crecimiento, sino que debe traducirse en oportunidades reales para quienes han vivido históricamente en la exclusión.
¿Qué se necesita para derribar el muro?
Especialistas coinciden en que se requieren tres grandes palancas:
- Educación de calidad universal: reducir la brecha entre norte y sur, entre público y privado, entre lo urbano y lo rural.
- Políticas de empleo digno: generar trabajos formales, con seguridad social, igualdad de género y mejores salarios.
- Sistemas de cuidado: apoyar a mujeres y familias para que la maternidad o el cuidado de dependientes no signifique exclusión laboral.
Además, se necesita una redistribución más justa de los recursos públicos. Según el Coneval, en 2022 se gastó más en subsidios regresivos que en programas sociales focalizados a los más pobres.
La movilidad social no puede ser un privilegio reservado a unos cuantos. El muro que hoy mantiene atrapados a millones de mexicanos en la pobreza es producto de decisiones históricas, desigualdades estructurales y omisiones políticas.
Pero también es un muro que puede derribarse si la sociedad en su conjunto —gobierno, empresas, iglesias, organizaciones civiles y ciudadanos— asume el compromiso de construir un país donde el origen no determine el destino.
“Mi sueño es que mi hija no tenga que vender en la calle como yo, que pueda ser doctora”, dice Mariela, con la esperanza de que su hija rompa el círculo. Esa esperanza es la que sostiene a México. Y es la que no debemos permitir que se apague.
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