México despierta cada mañana con un enemigo que él mismo alimenta: la basura. Son más de 120 mil toneladas de residuos sólidos urbanos al día, un volumen tan colosal que supera el promedio mundial en 27 por ciento. Esta cifra, reportada por organismos oficiales, equivale a llenar casi mil veces el Zócalo capitalino en un año. Pero el verdadero drama no está en el número, sino en lo que revela: un país que no ha logrado transformar sus hábitos de consumo en una cultura responsable de desecho.
En el Estado de México, los tiraderos a cielo abierto conviven con comunidades que apenas cuentan con servicios básicos. Es la entidad que más residuos produce en el país, con casi 16 mil 739 toneladas diarias. Le sigue la Ciudad de México con alrededor de nueve 500 toneladas, que representan no sólo un desafío logístico, sino también una presión financiera: el gobierno capitalino destina más de 2.2 millones de pesos anuales sólo al manejo de los desechos. Y aun así, gran parte de los sitios de disposición final no cumplen con la normatividad ambiental mínima, lo que convierte al problema en una bomba de tiempo.

El panorama resulta más desolador cuando se observa qué ocurre con esos residuos. Más de la mitad son orgánicos que podrían transformarse en composta o energía mediante biodigestión; otros 38 mil toneladas son materiales reciclables. Sin embargo, la falta de infraestructura y la ausencia de hábitos ciudadanos terminan por convertirlos en desperdicio. En la práctica, apenas siete por ciento de la basura se recicla de manera formal, una cifra que contrasta con países como Alemania o Japón, donde el aprovechamiento supera el 60 por ciento.
El fracaso no es únicamente técnico, sino cultural. En los hogares, separar los residuos sigue siendo visto como un capricho y no como una obligación ciudadana. Pocos piensan en el destino de la bolsa negra que se saca a la calle cada noche. La lógica dominante es que, una vez fuera de casa, la basura deja de existir. En realidad, apenas comienza otro ciclo de contaminación: gases que se escapan de los tiraderos, lixiviados que envenenan los mantos acuíferos y plásticos que se desintegran en microfragmentos imposibles de contener.
A pesar de la gravedad, algunos esfuerzos intentan revertir la tendencia. En la Ciudad de México se puso en marcha el programa “Ciudad Circular: Basura Cero para Transformar la Capital”, que busca que al menos la mitad de los residuos ya no terminen en rellenos sanitarios. La estrategia contempla una recolección diferenciada de desechos orgánicos, reciclables e inorgánicos y la instalación de centros de acopio con incentivos para los ciudadanos. Aún es temprano para medir resultados, pero la apuesta es clara: sin una transformación cultural, no habrá solución sostenible.
La esperanza también se encuentra en proyectos pequeños que desafían la inercia. Baldío, un restaurante en la capital, fue reconocido con una estrella verde Michelin por su filosofía de cero residuos. Allí, los desechos orgánicos se convierten en insumos mediante fermentación y agricultura regenerativa, y lo que parece inservible termina siendo parte del menú. No se trata de un gesto estético, sino de una señal de lo que podría lograrse si la innovación y la conciencia ambiental se extendieran a otros sectores.
Otro ejemplo inspirador es el Mercado del Trueque, también en la capital, donde los ciudadanos llevan residuos limpios y separados y, a cambio, reciben “puntos verdes” que pueden canjear por productos agrícolas. Es un ejercicio pedagógico que convierte la basura en recurso y, al mismo tiempo, apoya a productores locales. En Oaxaca, el municipio de San Lorenzo Cacaotepec fue distinguido a nivel nacional por su sistema comunitario de compostaje y por dignificar el trabajo de los recolectores, que en la mayor parte del país siguen operando en la informalidad.

Estos casos muestran que existen caminos posibles, pero también que el cambio aún es marginal frente a la magnitud del problema. México necesita multiplicar las iniciativas y, sobre todo, garantizar infraestructura para procesar residuos en todo el territorio. No basta con una ley escrita en el papel; hace falta voluntad política, inversión sostenida y un cambio profundo en los hábitos de millones de personas.
La crisis de los residuos es también un espejo de nuestras inequidades. Son las comunidades más pobres las que viven junto a tiraderos, respiran el aire contaminado y beben agua en riesgo. Son ellas quienes pagan con salud y dignidad lo que otros desechan sin mirar atrás. El problema de la basura no es un asunto marginal de servicios urbanos; es una emergencia ambiental y social que define la calidad de vida del presente y el futuro.
El país se encuentra en una encrucijada. Puede seguir acumulando montañas de desechos hasta que la crisis sea irreversible, o puede transformar su relación con los residuos en una oportunidad para innovar, educar y generar empleos verdes. La basura, al fin y al cabo, es el espejo de lo que somos: ciudadanos que consumen y desechan sin pensar, o una sociedad capaz de convertir lo que sobra en el inicio de algo nuevo.
Hoy, el dilema es ineludible. México debe decidir si quiere seguir siendo el país que se entierra bajo su propia basura o si, por fin, será capaz de encontrar en ella la semilla de su transformación.
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