Una reforma de fondo

En días recientes, la noticia de una segunda entrega de líderes del crimen organizado por parte del gobierno mexicano a las autoridades estadounidenses ha vuelto a colocar sobre la mesa un debate que va mucho más allá de los méritos individuales de cada caso.

Las figuras enviadas, en su mayoría, pertenecen al cártel de Sinaloa, pero también hay otros personajes que sembraron terror en distintas zonas del país, como el líder de “Los Caballeros Templarios” o miembros de “La Familia Michoacana” e incluso del CJNG.

El “envío” de estos delincuentes -que el gobierno se rehúsa llamar extradición- busca fortalecer la justicia internacional y mermar la impunidad transnacional y revela que, en la práctica mexicana, las grietas de un sistema penitenciario, lejos de ofrecer soluciones, se ha convertido en el eslabón más débil de la cadena de seguridad y justicia. Por cierto, vale la pena recordar que uno de los compromisos al inicio del sexenio obradorista fue mejorarlo.

De la primera a la segunda entrega: un repaso necesario

La memoria colectiva aún guarda los ecos de la primera gran extradición de líderes criminales a Estados Unidos. Fue un hito que, en su momento, se vendió como un acto de firmeza y cooperación binacional. Sin embargo, el tiempo ha demostrado, más allá de las fotografías y declaraciones vibrantes, que aquel suceso fue el resultado de una coyuntura de presión internacional y crisis interna: la fuga, el motín, la corrupción y la incapacidad de retener en prisión a personajes de alto perfil.

Desde entonces, las entregas de criminales a Estados Unidos han seguido un guion similar, con la urgencia política de mostrar resultados y disfrazar fracasos, especialmente del sexenio anterior.

Pero, ¿qué ha cambiado desde esa primera entrega? Si bien los gobiernos han perfeccionado los procedimientos y han procurado mayor hermetismo, la sustancia es la misma: México sigue cediendo ante la presión norteamericana, reconociendo —al menos de facto— la incapacidad para mantener a estos líderes tras las rejas nacionales.

Prisiones mexicanas: el eslabón más débil

Hablar de penales en México es aceptar una realidad lacerante. Las cárceles —federales, estatales y municipales— se han convertido en microcosmos donde la ley se diluye y la autogestión criminal florece. Motines, fugas espectaculares, extorsiones telefónicas y ejecuciones dentro de los muros son solo algunas de las señales del colapso.

Las causas son múltiples: autogobierno, corrupción, hacinamiento, carencia de personal capacitado y falta de tecnología. En este entorno, retener a personajes de alto valor criminal es una tarea casi imposible. La historia reciente está plagada de escapes dignos de película, orquestados con la complicidad de custodios y directivos, o facilitados por la carencia absoluta de controles.

Esta debilidad institucional ha sido observada, documentada y señalada en múltiples ocasiones por organismos internacionales, organizaciones civiles y, por supuesto, por el propio gobierno de Estados Unidos, que ve en los penales mexicanos un riesgo para la estabilidad regional y la seguridad de sus fronteras.

Esto, sin duda, plantea un dilema de soberanía. ¿Hasta qué punto México renuncia a su jurisdicción penal? ¿Cuánto cede por sus propias debilidades? Si bien la cooperación judicial es una práctica común y deseable en el mundo globalizado, el trasfondo aquí es menos noble: se trata de una salida ante la incapacidad, no de una elección estratégica.

¿De qué tamaño es la urgencia por la reforma?

La reiteración de extradiciones masivas no es, ni será, la solución de fondo. Mientras México continúe siendo incapaz de retener en sus cárceles a los líderes más peligrosos, la percepción de debilidad institucional persistirá y, con ella, la presión extranjera.

Urge una reforma profunda: profesionalización de custodios, inversión en tecnología, combate frontal a la corrupción, políticas de reinserción real y, sobre todo, voluntad para desmantelar las redes criminales que operan desde el interior de los penales. La entrega de criminales a Estados Unidos, aunque con efectividad mediática, es apenas un paliativo, un respiro momentáneo que posterga el verdadero reto.

Conclusión: entre el espectáculo y la realidad

La segunda entrega de líderes del crimen organizado a Estados Unidos vuelve a colocar a México en el escaparate de las buenas intenciones y las urgencias impostergables. La extradición, aunque necesaria en muchos casos, debe dejar de ser la salida automática ante la debilidad institucional. El país tiene ante sí la tarea de reconstruir un sistema penitenciario digno, eficiente y confiable. Solo entonces podrá dejar de ceder su soberanía penal y enfrentar, en su propio suelo, la justicia que tanto claman sus víctimas.

Porque, al final, el verdadero desafío no es extraditar, sino hacer justicia y para ello, se requiere una reforma de fondo.

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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