Abejas, guardianes invisibles de la vida

México reconoce el valor y la importancia de un pequeño aliado sin el cual la vida cotidiana perdería color, sabor y equilibrio: las abejas, por ello cada 17 de agosto conmemora su Día Nacional, pues es precisamente gracias a las abejas, junto con otros polinizadores, sostienen silenciosamente buena parte de lo que comemos y de los paisajes que habitamos. No es una metáfora: su trabajo sostiene desde la tortilla con aguacate hasta el café de la mañana, y la continuidad de bosques, selvas y jardines urbanos. Por eso, hablar de su cuidado no es una causa romántica, sino un asunto de seguridad alimentaria y salud ambiental.

La relevancia es medible. Organismos internacionales especializados han documentado que más del 80% de las plantas con flor dependen de animales para su polinización y que alrededor del 35% de la producción agrícola mundial resulta directamente afectada por este servicio ecosistémico. En términos prácticos, quiere decir que buena parte de frutas, hortalizas, semillas y aceites que dan diversidad y nutrientes a nuestra dieta se benefician de que una abeja –o un murciélago, o un colibrí– complete a tiempo su visita floral. Sin ese encuentro, la canasta básica pierde volumen y, sobre todo, variedad.

¿Y si las abejas desaparecieran? La imagen de un colapso total es tentadora, pero inexacta. Lo que sí ocurriría, según la mejor evidencia disponible, es un descenso notable del rendimiento y la calidad de numerosos cultivos, una dieta más pobre y una presión adicional sobre economías rurales. También veríamos ecosistemas más frágiles: menos polinización significa menos semillas y frutos silvestres, y con ello menos alimento para aves y mamíferos. La pérdida, acumulada, termina por deshilachar el tejido vivo del territorio.

Las amenazas son múltiples y conocidas. La transformación de paisajes –selvas desmontadas, monocultivos continuos, ciudades sin corredores verdes– reduce el acceso a flores diversificadas a lo largo del año. El uso inadecuado de plaguicidas, en especial los que afectan al sistema nervioso de los insectos, merma la orientación, el forrajeo y la supervivencia de las abejas. A esto se suma la crisis climática, que desacomoda los calendarios: las floraciones ya no coinciden con los picos de actividad de polinizadores. Y están las enfermedades: la varroosis, provocada por el ácaro Varroa destructor, sigue siendo la peor pesadilla para la apicultura, responsable de pérdidas masivas si no se maneja con rigor sanitario. En México, además, conviven la abeja melífera de origen europeo con una enorme diversidad de abejas nativas sin aguijón –las meliponas–, cuya conservación es clave y poco visible.

La buena noticia es que el país ha comenzado a organizar respuestas. El 17 de agosto se conmemora oficialmente desde 2017 como el Día Nacional de las Abejas, una fecha que abrió paso a campañas públicas de sensibilización y a mesas de trabajo entre autoridades y apicultores para construir una estrategia nacional de protección de polinizadores. En el frente sanitario, el SENASICA opera la Campaña Nacional contra la Varroasis, con capacitación, vigilancia y protocolos para reducir la mortalidad de colmenas. En territorios rurales, la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas impulsa, vía PROCODES, proyectos productivos que incluyen apicultura y meliponicultura con enfoque de conservación, sumando ingresos y conocimiento local.

Las ciudades también cuentan. La Ciudad de México ha escalado iniciativas como “Jardines para la Vida” y “Jardines Polinizadores”, que distribuyen plantas nativas, forman a cuidadoras y cuidadores –con énfasis en redes de mujeres– y tejen pequeños oasis conectados en escuelas, Pilares, camellones y parques. Estos jardines ofrecen néctar, polen, agua y refugio, y demuestran que la conservación puede ocurrir a escala de banqueta si se hace con ciencia y comunidad. A nivel nacional, la CONABIO promueve la Red “Poliniza” y difunde guías para que cualquier persona siembre, en su ventana o patio, especies locales que alimenten abejas, mariposas y colibríes.

La pieza que falta es de todos: cambiar prácticas cotidianas para hacer del país un territorio más amigable con los polinizadores. Evitar el uso de plaguicidas en casa y jardín; preferir plantas nativas que florezcan en distintas épocas; dejar pequeñas fuentes de agua con piedras para que no se ahoguen; tolerar pastos con flores espontáneas; y, en el campo, promover franjas florales, rotación de cultivos y manejo integrado de plagas. En la península de Yucatán, donde la miel es identidad, crecen los llamados a un manejo del paisaje que concilie producción con corredores biológicos; incluso sectores como el del agave revisan prácticas para permitir la floración y alimentar a los murciélagos polinizadores.

Este 17 de agosto la efeméride sirve para algo más que un recordatorio. Es una invitación concreta: abrir el paisaje y la mente a pequeñas aliadas que sostienen nuestra mesa. Si las abejas están bien, la biodiversidad y la gente también. No es una consigna; es una línea de vida.

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