La historia de la medicina en México no comenzó con hospitales ni vacunas, sino con el colapso de un imperio. Tras la caída de Tenochtitlan en 1521, el cuerpo herido del pueblo mexica se convirtió en símbolo literal del naciente orden colonial. La salud, o más bien su ausencia, marcó la vida diaria de indígenas y españoles por igual. En un mundo donde la ciencia médica europea aún creía en los humores corporales y donde la viruela avanzaba más rápido que los ejércitos, la atención a la salud se convirtió tanto en instrumento de poder como en expresión de compasión.
“Mi bisabuela contaba que su abuela decía que curaban con plantas, con rezos y con baños de temazcal. A veces funcionaba, a veces no, pero no había doctores”, cuenta Gloria Hernández, descendiente de tlaxcaltecas y cuidadora tradicional en Cholula, Puebla. “Los hospitales estaban muy lejos y sólo eran para algunos”.
Hospitales fundados sobre la fe
El papel de la Iglesia Católica fue determinante. Inspirada por el mandato cristiano de la caridad, rápidamente estableció instituciones para el cuidado de los enfermos. El ejemplo más emblemático es el Hospital de Jesús, fundado por Hernán Cortés en 1524 en la Ciudad de México. Este hospital, aún en funciones, representa el inicio de la medicina organizada en América.
“Lo interesante del Hospital de Jesús es que rompía, al menos formalmente, con las distinciones raciales: atendía a quien lo necesitara”, señala el historiador Juan Carlos Mondragón, autor de Salud y caridad en la Nueva España. A este le siguieron otros como el Hospital Real de Naturales en 1553, especialmente dirigido a indígenas, y casas de atención administradas por franciscanos, dominicos y juaninos en ciudades como Puebla, Oaxaca y Guadalajara.
No obstante, estos hospitales no alcanzaban a cubrir las necesidades sanitarias de una población que hacia 1700 superaba los cinco millones de habitantes, en su mayoría dispersos en zonas rurales.
Epidemias, superstición y la precariedad del saber
La salud pública, entendida como política integral, estaba lejos de existir. Las medidas eran reactivas: cierres de puertos, cuarentenas, campañas de limpieza urbana. La Ciudad de México, ya entonces una de las más grandes del mundo, enfrentaba brotes devastadores como el cocoliztli, el matlazáhuatl, el sarampión y la viruela.
“Las epidemias marcaron la memoria colectiva de los pueblos. Hay códices indígenas que no narran batallas, sino pestes”, señala la doctora Fátima Ramos, epidemióloga del Instituto Nacional de Salud Pública. La respuesta oficial era rudimentaria: “brebajes, aislamientos, y en muchos casos, oración”.
A pesar de todo, hubo intentos por institucionalizar la práctica médica. El Real Tribunal del Protomedicato de Nueva España, establecido formalmente en 1636, tenía la facultad de autorizar y supervisar a médicos, cirujanos, barberos y farmacéuticos. “Era una forma temprana de regulación profesional, aunque en la práctica convivía con curanderos, parteras y sabios indígenas que atendían a la mayoría de la población rural”, explica Ramos.
Balmis y la primera campaña global de vacunación
Uno de los episodios más notables fue la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna (1803–1806). Liderada por el médico Francisco Xavier de Balmis, esta misión trajo la vacuna contra la viruela a México tras su descubrimiento por Edward Jenner en Inglaterra. Para mantener el virus vacunal vivo durante la travesía marítima, se utilizaron niños huérfanos como portadores en cadena: una técnica tan ingeniosa como polémica.
El historiador de la medicina Ricardo Moreno destaca la magnitud del esfuerzo: “No se trató sólo de traer la vacuna, sino de organizar una red de distribución gratuita por todo el virreinato. Fue la primera política de salud pública con visión global”.
Las Juntas de Vacunación se establecieron en varias ciudades, y la aceptación social fue notable. La viruela, que había diezmado poblaciones indígenas, comenzó a ceder en los focos donde la vacuna se aplicaba con éxito. Aunque el acceso seguía siendo limitado, la iniciativa sentó un precedente en prevención sanitaria.
La medicina indígena: resiliencia y resistencia
Fuera de las ciudades, el conocimiento tradicional continuó operando con fuerza. Herbolarios, temazcales, hueseros y parteras sostenían la salud de millones de indígenas que no pisaban un hospital. “Mi abuela fue partera en Michoacán hasta los años 60. Decía que su linaje venía desde los tiempos de los tarascos”, comenta Lucila Pérez, promotora de salud en comunidades rurales.
Aunque muchos de estos saberes eran tolerados por las autoridades, otros fueron perseguidos por considerarse brujería o herejía. La frontera entre medicina y superstición era borrosa para la Iglesia y la Corona. Aun así, el sincretismo fue inevitable: se usaban rezos católicos con plantas prehispánicas, se adaptaban los santos a las deidades curativas, y se mezclaban diagnósticos galénicos con signos nahuas.
Un sistema frágil al borde del colapso
Hacia el final del periodo colonial, la situación sanitaria presentaba mejoras marginales en las ciudades, pero continuaba siendo crítica en términos generales. La esperanza de vida oscilaba entre 25 y 30 años. La mortalidad infantil era devastadora: se estima que más del 50% de los niños morían antes de los cinco años.
Las hambrunas periódicas, provocadas por sequías o malas cosechas, debilitaban a la población, y las epidemias encontraban cuerpos vulnerables. Además, la infraestructura urbana era insuficiente para garantizar agua potable o eliminar residuos de forma efectiva. Aunque existían aguadores y canoeros para abastecer y limpiar, su cobertura era limitada y su eficiencia, precaria.
Un legado mixto: herencia, oportunidad y deuda
La salud en la Nueva España fue una mezcla de caridad, esfuerzo estatal incipiente, saberes tradicionales y crisis constantes. El sistema heredado tras la Independencia era incompleto, frágil y centrado en las urbes. Sin embargo, dejaba ciertos pilares fundamentales: los hospitales coloniales, la noción de regulación médica, y sobre todo, la semilla de una salud pública que buscara prevenir y no solo curar.
La defensa de la vida y el cuidado de los más vulnerables fueron valores que, a pesar de las limitaciones, animaron las primeras instituciones sanitarias. La caridad, cuando fue organizada, se convirtió en justicia. “La Iglesia actuó no solo por piedad, sino como agente de civilización”, afirma el padre José Luis Salazar, investigador en ética social en la Universidad Pontificia de México.
Lo que no debemos olvidar
Hoy, cuando debatimos políticas de salud pública o el derecho universal a la atención médica, conviene recordar que nuestras raíces están sembradas en una historia de luchas contra la enfermedad, de creatividad frente a la escasez, y de colaboración entre saberes. Honrar ese legado implica aprender de sus aciertos –como la vacunación de Balmis o la fundación del Hospital de Jesús–, pero también reconocer sus omisiones: la marginación de pueblos originarios, la falta de acceso y el dominio de una medicina para pocos.
Construir un México más sano exige no solo avances tecnológicos, sino una ética del cuidado que integre ciencia, cultura, legalidad y dignidad humana.
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