Donde las mujeres rompieron el silencio

Hubo un día en que las mujeres dejaron de pedir permiso y comenzaron a exigir derechos. En una sociedad donde ni siquiera podían hablar en público sin ser reprendidas, un pequeño grupo de inconformes se atrevió a hacer lo impensable: redactaron un documento para denunciar su exclusión de la vida política, social y económica, y exigieron, de frente, el derecho a votar, a educarse, a decidir sobre su vida. Aquel acto, que nació casi como un gesto de rebeldía doméstica, terminó por convertirse en la chispa que encendió el feminismo moderno. El lugar: Seneca Falls, Nueva York.

El gesto parecía mínimo. Una convención local, unas cuantas decenas de asistentes, un puñado de discursos. Pero lo que ahí se escribió, y sobre todo lo que ahí se dijo en voz alta, terminó sacudiendo los cimientos de la sociedad patriarcal moderna. Aquella Primera Convención sobre los Derechos de la Mujer, en julio de 1848, no sólo detonó el movimiento sufragista en Estados Unidos: abrió la puerta para que generaciones enteras de mujeres entendieran que sus derechos no debían solicitarse, sino exigirse.

Todo comenzó con una humillación pública. Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott, dos mujeres activistas vinculadas al movimiento abolicionista, habían sido excluidas de la tribuna en la Convención Mundial contra la Esclavitud en Londres por el simple hecho de ser mujeres. De regreso a casa, decidieron que había llegado el momento de hablar por sí mismas y para sí mismas.

La Convención de Seneca Falls nació así, no como una estrategia política, sino como un acto de dignidad. A la cita llegaron unas 300 personas, hombres y mujeres, convocadas en una pequeña capilla metodista. No hubo grandes figuras, pero sí grandes ideas. Ahí se leyó, debatió y firmó un documento que resonaría como un disparo en una sociedad que aún trataba a las mujeres como propiedad.

La llamada Declaración de Sentimientos era mucho más que un pliego de intenciones. Copiaba deliberadamente la estructura de la Declaración de Independencia de 1776, pero con una corrección que incomodó a muchos: “Todos los hombres y mujeres son creados iguales”. Ahí se enumeraban, con precisión, los agravios sufridos por las mujeres a manos del Estado, la Iglesia y sus propios esposos: su exclusión del voto, de la educación, de las profesiones, de la propiedad privada y hasta de la custodia de sus hijos. La denuncia era directa: el sistema legal estaba diseñado para mantenerlas sometidas.

El punto más polémico fue, paradójicamente, el más evidente: el derecho al voto. Hasta las propias organizadoras dudaron si insistir en ello. Fue Frederick Douglass, afroamericano, ex esclavo y activista por los derechos civiles, quien les recordó que ninguna revolución se había hecho sin incomodar. Finalmente, la resolución fue aprobada.

El efecto no fue inmediato, pero sí irreversible. Las mujeres tardarían 72 años en lograr el sufragio en Estados Unidos, pero Seneca Falls abrió la puerta para que miles más se organizaran, marcharan y pelearan por cada uno de los derechos que hoy se consideran básicos. El feminismo como movimiento político moderno nació ese día, aunque sus detractores aún hoy lo intenten minimizar.

Aquella convención fue ridiculizada en los periódicos de la época. Se mofaban de Stanton, de Mott y de las asistentes como “amas de casa delirantes”. Un siglo y medio después, el tono de las críticas no ha cambiado mucho: “feminazis”, “resentidas”, “radicales”. La resistencia patriarcal sigue repitiendo los mismos miedos.

Eco en México

En México, las ideas feministas llegaron a destiempo, pero llegaron. Durante la Revolución Mexicana, mujeres como Hermila Galindo, Elvia Carrillo Puerto y Juana Belén Gutiérrez de Mendoza retomaron, sin nombrarla, la misma lucha de Seneca Falls: educación, voto, derechos laborales y autonomía. México reconoció el sufragio femenino hasta 1953, más de un siglo después de aquel manifiesto.

Pero el impacto de Seneca Falls no se mide sólo en fechas. Se mide en causas que siguen vivas. La lucha por la paridad, contra la violencia machista, por el derecho a decidir sobre el propio cuerpo, por espacios libres de acoso y por romper techos de cristal tienen su raíz en aquella convención. México no es ajeno. Basta ver las calles cubiertas de pañuelos verdes, las universidades tomadas por colectivas, las protestas contra el feminicidio, los pliegos petitorios que copian, sin saberlo, la estructura de esa primera Declaración de Sentimientos.

Hoy, México es uno de los países más peligrosos para ser mujer. Diez son asesinadas cada día, y aunque la ley reconoce igualdad formal, la realidad se encarga de desmentirla. En ese contexto, las palabras que resonaron en Seneca Falls no suenan a historia lejana, suenan a urgencia vigente.

El feminismo ha cambiado de piel: ha pasado del sufragismo al derecho al aborto, de la equidad laboral a la lucha contra la violencia digital. Pero su esencia sigue siendo la misma: desmantelar el poder que somete. Seneca Falls no fue un acto de nostalgia; fue un acto de guerra en voz baja.

A casi dos siglos, no se trata ya sólo de votar o trabajar, sino de sobrevivir. Y en México, donde incluso la Suprema Corte ha tenido que recordarle al Estado que el derecho al cuerpo propio es constitucional, esa batalla sigue incomodando a quienes prefieren un mundo donde las mujeres no hablen tan alto.

La historia del feminismo no empieza ni termina en Seneca Falls. Pero sin ese día, sin ese documento, sin esas mujeres que se atrevieron a no pedir permiso, es probable que muchas de las libertades que hoy existen jamás hubieran llegado.

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