La noche en que la memoria maya ardió

El 12 de julio de 1562, en el convento de San Miguel Arcángel en Maní, Yucatán, Diego de Landa, un fraile franciscano profundamente comprometido con la evangelización de los pueblos mayas, ordenó la incineración de numerosos códices y objetos sagrados mayas. Aquel acto, justificado en su tiempo como parte de la lucha contra la idolatría, significó en realidad la destrucción de siglos de conocimiento, identidad y memoria de una de las civilizaciones más fascinantes de Mesoamérica.

“Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo que a maravilla sentían y les daba mucha pena” escribió el propio Landa en su Relación de las Cosas de Yucatán. Estas palabras marcaron uno de los episodios más oscuros de la historia cultural de América Latina.

Conquista, evangelización y control: el contexto de un acto devastador

La conquista de Yucatán no fue una guerra breve ni una toma de posesión pacífica. Fue un proceso prolongado, violento y conflictivo que se extendió a lo largo de varias décadas. A diferencia de los imperios mexica o inca, los mayas estaban organizados en pequeños señoríos autónomos que ofrecieron resistencia prolongada a los conquistadores.

En este contexto, la Corona española y las órdenes religiosas, especialmente los franciscanos, veían en la evangelización no solo una misión espiritual sino también un medio de control político y social. “La cruz y la espada fueron de la mano en este proceso”, explica el historiador Matthew Restall, especialista en historia maya. El bautismo de las almas indígenas no podía completarse sin la erradicación de sus antiguas creencias, vistas por los religiosos como obra del demonio.

¿Quién fue Diego de Landa?

Nacido en 1524 en Cifuentes, España, Diego de Landa ingresó muy joven a la Orden Franciscana y llegó a Yucatán en 1549. Su vida estuvo marcada por un profundo celo religioso y un deseo genuino —según los parámetros de su época— de salvar las almas indígenas.

Sin embargo, su fervor evangelizador lo llevó a extremos brutales. En 1562, tras acusaciones de continuas prácticas religiosas prehispánicas entre los mayas cristianizados, Landa encabezó el Auto de Fe de Maní, que incluyó torturas, ejecuciones y la famosa quema de códices. Paradójicamente, es también autor de uno de los primeros y más detallados estudios sobre la lengua y costumbres mayas, lo que permitió siglos más tarde avances en el desciframiento de su escritura.

“El padre Landa fue un hombre de su tiempo, atrapado entre el deber religioso y la violencia colonial”, afirma la antropóloga mexicana Dra. Mercedes de la Garza, una de las máximas autoridades en cultura maya.

La incineración de los códices: un acto de fe y destrucción

Los códices mayas eran mucho más que simples documentos religiosos. Eran complejos textos pictográficos y calendáricos que registraban conocimientos astronómicos, rituales, genealogías reales y leyes. Solo cuatro códices sobreviven en la actualidad: Dresde, Madrid, París y Grolier.

Lo que se perdió en Maní fue incalculable. Un universo entero de saberes científicos y espirituales, de poesía, historia y filosofía, quedó reducido a cenizas. “La pérdida de esos códices equivale a quemar las obras de Platón, Aristóteles y Homero juntas”, subraya el investigador William Fash de la Universidad de Harvard.

Para Landa, sin embargo, la quema era una purificación: “una limpieza de idolatrías”. Para los mayas, fue una catástrofe espiritual y cultural. Fray Landa escribió que los indígenas lloraban mientras veían arder sus libros, señal clara de la importancia sagrada de aquellos objetos.

Consecuencias: la herida cultural abierta

Las secuelas de la quema fueron devastadoras. La cultura maya sufrió un golpe del que nunca se recuperó del todo. Mucho del conocimiento sobre astronomía, matemáticas, medicina y cosmovisión se perdió. A la fecha, los estudiosos deben recurrir a vestigios arqueológicos, tradiciones orales y los pocos códices que sobrevivieron para reconstruir el pensamiento maya.

Pero más allá del impacto material, la incineración marcó un episodio de despojo cultural y de imposición de una visión del mundo ajena a los pueblos originarios. Es uno de los casos más citados cuando se habla de “etnocidio”, es decir, la destrucción deliberada de una cultura.

La Dra. Nancy Farriss, historiadora de la Universidad de Texas, apunta: “El acto de Landa simboliza el choque brutal entre dos civilizaciones, pero también la ceguera de un poder que no supo ver el valor intrínseco de la diversidad cultural”.

Reflexión y lecciones para el presente

Hoy, a más de 450 años de aquel acto, es fundamental mirar este episodio con una doble mirada: desde el contexto histórico en el que ocurrió y desde la sensibilidad actual que nos llama a proteger y valorar la diversidad cultural.

En un mundo donde todavía persisten conflictos religiosos y culturales, la historia de los códices mayas nos recuerda la importancia de la tolerancia, del diálogo intercultural y del respeto a las creencias y tradiciones de cada pueblo. La Iglesia Católica, a través de la Doctrina Social, ha dado confirmado el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, desde el descubrimiento de América se les reconoció como personas y es prohibió su esclavitud. Sin embargo, la miopía personal de Diego Landa llevó a la destrucción de este patrimonio, acción que no podemos adjudicar a la Iglesia Católica.

“Proteger las culturas indígenas no es solo un acto de justicia histórica, sino un deber ético para preservar la riqueza espiritual y cultural de la humanidad”, señala el antropólogo Rafael Cobos Palma, del INAH.

La quema de los códices mayas por Diego de Landa es uno de los momentos más trágicos de la historia de América Latina. Fue un acto de miopía, sí, pero también de violencia simbólica, de imposición y de pérdida irreversible. Hoy, los restos de aquella civilización siguen en pie, en las lenguas mayas, en sus comunidades vivas, en la memoria de los pueblos que resisten.

A nosotros nos corresponde aprender de los errores del pasado, no para juzgar sin matices, sino para construir un futuro donde la diversidad sea celebrada y no temida. Donde ningún libro, ninguna palabra, ninguna cultura vuelva jamás a arder en las llamas del olvido.

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