Aceites sagrados, o cómo nos aferramos al desastre de Pemex

Petróleos Mexicanos se ha convertido en un símbolo nacional de corrupción y es una de las petroleras más endeudadas e ineficientes del mundo entero.


Pemex


El 20 de abril de 2020 fue un día fatídico para la historia de la industria petrolera, con precios que se desplomaron a -37 dólares por barril. Aunque esto fue una aberración debido a la caída global en medio de la pandemia COVID-19 y al miércoles 6 de mayo los precios se han “recuperado” al rango de 20 dólares por barril, está claro que los viejos tiempos de la bonanza petrolera (cuando los gobiernos corruptos podían contar con precios de hasta 100 dólares por barril para financiar sus regímenes), se han ido para siempre. En los próximos años, las corporaciones que sobrevivan en el negocio del petróleo serán aquellas con 1) equipos modernos, 2) buena administración, y 3) una sólida cultura de innovación. A PEMEX le faltan las tres.

Petróleos Mexicanos se ha convertido en un símbolo nacional de corrupción y es una de las petroleras más endeudadas e ineficientes del mundo entero. A pesar de los supuestos esfuerzos del gobierno para rescatar la compañía, las pérdidas de Pemex se duplicaron el año pasado, pasando de nueve mil 575 millones de dólares en 2018 a 18 mil 367 millones de dólares en 2019 y luego a casi 22 mil millones de dólares en el primer trimestre de 2020.

Es un muerto viviente, con una infraestructura tan anticuada que en febrero de 2020, cuando todavía no llegaba la pandemia, su producción de gasolina cayó en un 24 por ciento, su producción de diésel cayó en 36 por ciento y sus exportaciones de petróleo se desplomaron 32 por ciento, mientras que la empresa apuesta por una “inversión” de 8 mil millones de dólares en la refinería de Dos Bocas, un proyecto que casi toda la industria ve con escepticismo por los daños ambientales y la alta propensión a las inundaciones en la zona. Con este tipo de antecedentes, no es de extrañar que incluso antes del vodevil del 20 de abril dos de las tres principales agencias calificadoras (Moody’s y Fitch) ya habían rebajado la calificación de Pemex al nivel de bonos basura y que una eventual quiebra sea prácticamente segura.

Así que, en síntesis: Pemex es una empresa en su lecho de muerte, con niveles de deuda irremontables, una infraestructura casi colapsada, una sombría historia de corrupción, posibilidades casi nulas de recuperarse y una carga que amenaza con ahogar toda la economía mexicana. Y todo eso ya era ANTES de la pandemia y la recesión global subsiguiente. Por lo tanto, el diagnóstico debe ser claro. La única forma racional de avanzar sería preparando a Pemex para su bancarrota, buscando posibles inversores o construyendo una estrategia para minimizar los daños del inevitable colapso. Pero no. Eso no sucederá.

En lugar de dejarla descansar en paz, el gobierno mexicano ha optado por derramar los pocos recursos que aún posee en un esfuerzo delirante por traer a la empresa estatal de vuelta de la muerte y convertirla en una piedra angular de la economía nacional. El 2 de abril, el presidente López Obrador tomó el control directo de varios fideicomisos cuyo valor combinado se acerca a los 30 mil millones de dólares, para usar ese dinero en respaldar a Pemex (junto otras “prioridades”) y el 21 de abril, el gobierno federal le dio a la compañía otros 2.7 mil millones de dólares en forma de reducción de impuestos.

La pregunta es, ¿por qué? Por supuesto, gran parte del misterio puede explicarse con el famoso aforismo de Thomas Sowell: “Es difícil imaginar una forma más estúpida o más peligrosa de tomar decisiones que poner esas decisiones en manos de gente que no paga ningún precio por estar equivocada”.

Sin embargo, parece haber más en esta historia que la mera incompetencia de un puñado de burócratas sin nada que perder personalmente en la apuesta. Detrás de la tragedia de Pemex y la insistencia del gobierno en mantenerlo vivo hay más que irresponsabilidad. Hay fanatismo, pues en nuestro país el petróleo es mucho más que una mercancía. Es casi sagrado, un elemento vital en la adoración del estado.

Comenzó el 18 de marzo de 1938, cuando el gobierno cardenista decretó que todas las empresas locales de la industria petrolera (principalmente de origen estadounidense, británico y holandés) serían expropiadas para asegurar la “dignidad nacional” y la independencia. A partir de ahí, el gobierno creó una versión mexicana del “mito del Ejército Rojo” soviético; sólo que esta vez no se trataba de que los soldados comunistas hicieron retroceder a los reaccionarios en la guerra civil rusa, sino de que los trabajadores mexicanos se levantaron para ocupar todos los puestos de alto rango, que habían estado en manos de los extranjeros y convirtieron a Pemex en una potencia a través de la pura fuerza de su patriotismo.

Esa historia fue predicada durante décadas. Incluso en los años noventa, e incluso en las escuelas católicas privadas (como las que asistí cuando niño), cada mes de marzo se llenaba de referencias al supuesto heroísmo que había detrás de la expropiación de la industria petrolera. Los maestros nos contaban, casi con lágrimas en los ojos, sobre los niños que en 1938 le habían dado sus alcancías al presidente Cárdenas para ayudarlo a pagar la expropiación.

Así, el gobierno logró convertir a PEMEX primero en un monopolio y luego en fuente de orgullo nacional y en el pilar de la legitimidad del régimen. La sacralidad del petróleo en el altar del Estado alcanzó su punto máximo a partir de los 70, tras el descubrimiento de enormes reservas en el golfo de México, que llevaron al presidente López Portillo a proclamar que a partir de entonces el reto de México sería “administrar la abundancia”, porque Pemex era nuestro boleto al primer mundo.

Pero, como siempre sucede, la realidad se impuso. La supuesta abundancia se convirtió en una enorme crisis económica y el sindicato de trabajadores petroleros de Pemex, liderado por Joaquín Hernández “La Quina”, se convirtió en una organización cuyos métodos habrían hecho sonrojar a Jimmy Hoffa. Mientras los líderes del sindicato se convertían en magnates con el dinero y los privilegios otorgados por el gobierno, los trabajadores de base acumularon una serie de “conquistas laborales” y beneficios inauditos en el resto de la economía mexicana, ahogando a la empresa en exceso de personal y despilfarros. Hernández Galicia fue arrestado en 1989, pero Pemex y su sindicato permanecieron casi igual de corruptos. En el 2000 el sindicato financió ilegalmente la campaña presidencial del candidato del régimen, durante los gobiernos de Fox y Calderón acumuló un culebrón de escándalos y en el 2016 la empresa estuvo directamente involucrada en la trama de sobornos de la multinacional Odebrecht.

Por supuesto, la corrupción de Pemex no fue un incidente aislado. Todas las empresas controladas por el gobierno mexicano (en ramas desde los teléfonos hasta la energía, bancos, distribución de alimentos e incluso bebidas alcohólicas) eran desastres andantes que habían convertido al país en una tierra distópica de opresión burocrática. Sin embargo, a principios de los noventa, el gobierno vendió casi todas ellas y rompió el monopolio estatal en industrias como la banca, el servicio telefónico y los ferrocarriles. Las únicas excepciones importantes fueron las compañías eléctricas y Pemex, en la industria petrolera.

En 2013 la reforma energética permitió cierta medida de competencia privada en los negocios de petróleo y gasolina en México, pero Pemex se mantuvo como el actor dominante. Aun así, millones de mexicanos sintieron que esta reforma equivalía a una traición a la patria, y el actual presidente López Obrador hizo campaña con la promesa de dar marcha atrás y devolverle a la petrolera su antigua “gloria”. Obrador no ha revocado la reforma energética – hasta ahora, pero ha detenido cualquier otra privatización, ha proclamado oficialmente que proteger a Pemex equivale a “rescatar la soberanía nacional” y su administración está bombeando miles de millones de dólares en lo que todo el mundo sabe que es una causa perdida.

Ese es el poder de los mitos construidos por el Estado. Desde el 2017, cuando se abrieron las primeras gasolineras independientes a Pemex, la mayoría de la gente ha optado por llenar sus tanques en Shell, Mobil, BP, o Chevron, pero muchas de esas mismas personas gritarían con ira ante la idea misma de privatizar Pemex: ¡¿CÓMO TE ATREVES? ¿ERES UN TRAIDOR?!

Esa imagen de los niños de 1938, alineados con sus alcancías en la mano para ayudar al presidente Cárdenas, todavía está impresa en sus mentes. Son incapaces de entender que el petróleo es mercancía, no soberanía; y están dispuestos a sufrir un mal servicio, un sindicato corrupto y un monopolio criminal sólo para sentir que no están traicionando a esos niños. Eso es más que una mera irresponsabilidad. Es fanatismo.

 

* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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