Un hecho extraordinario

Hace solo unas semanas, los espeluznantes disfraces, las escalofriantes decoraciones y los macabros trucos invadieron las calles principales de prácticamente todo el mundo. Mientras tanto, el pueblo llano, quien generalmente y a pesar de la agenda del globalismo, aún guarda la lealtad a sus tradiciones, se preparaba para visitar cementerios e iglesias; negándose a dejar a sus muertos sin una oración, en nombre de una celebración extraña que celebra la fealdad, el horror y lo siniestro.

Desafortunadamente, “Halloween” no es el único culpable de que nos hayamos alejado de nuestras pías y santas costumbres de acompañar, especialmente en este mes, a nuestros difuntos con devotas oraciones y misas ofrecidas por su eterno descanso. La multitud de placeres y entretenimientos temporales que ofrece nuestro mundo actual nos absorbe de tal manera que evadimos las preguntas trascendentales que Bequer tan bellamente expresó: (…) ¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno? ¡No sé; pero hay algo que explicar no puedo (…) Y ni queremos explicarlo, pues nuestra cultura de la muerte evita, paradójicamente, cualquier discusión seria sobre el tema.

Hasta nuestras costumbres en relación con ella se han “simplificado” para dar sutileza a tan capital asunto. Los hospitales o asilos han sustituido, en muchos casos, la casa en donde se esperaba la muerte, al lado de buenos hijos, con fortuna también de nietos, del fiel cónyuge y de un santo sacerdote; los velatorios se han convertido en un lugar de reunión en el que familiares y amigos del difunto rara vez rezan un rosario por el alma de éste mientras repiten continuamente, quizá queriendo convencerse a sí mismos, o que el difunto ya está en el cielo (en caso de ser creyentes) o que está en un lugar mejor (los no creyentes) aunque ambos, creyentes y no creyentes, coinciden en que el difunto, ya sea gracias a Dios o al destino, ya ha dejado de sufrir.

La enseñanza sobre el purgatorio es ignorada o distorsionada, por muchos católicos, que lo consideran un lugar apacible y confortable, una especie de “spa” que en lugar de desintoxicar, purifica “placenteramente” el alma. Ni pensar en la terrible posibilidad de la condenación que es considerada no solo “tabú” sino aberrante. Como se va a condenar zutano que, aunque vivía como si tuviese alergia a las sotanas pues nunca se paraba en una iglesia, era tan “buen hombre” …  Por ello, hemos ido perdiendo poco a poco la pía costumbre de rezar y ofrecer misas por nuestros difuntos. ¿Para qué si ya están descansando? Pensar en el lugar del llanto y crujir de dientes del cual Dante advirtió: “los que entráis aquí perded toda esperanza”, ni hablar. Además, es rara la ocasión que escuchamos el sabio dicho: muerte, juicio, infierno y gloria ten cristiano en tu memoria.

En estas circunstancias, bien viene recordar un milagro, que fuese representado bellamente por varios famosos pinceles, y que nos recuerda la enseñanza de la iglesia, al parecer “cancelada”, del juicio y la retribución divina. Porque todo creyente y no creyente, en el momento de su muerte, comparecerá ante el Justo y Supremo Juez que nos ha advertido: “Velad, pues que no sabéis el día ni la hora”. (Mt 25:13). Pero vayamos a nuestro relato.

Raymond Diocrès, era un reconocido y estimado profesor en París. A su muerte, en 1082 su bello féretro fue llevado, con gran pompa, a la catedral de Notre Dame de París a la cual asistió una multitud de personas; profesores, estudiantes y numerosos sacerdotes, incluido entre estos últimos, su alumno Bruno de Colonia. Durante la ceremonia, tuvo lugar un hecho extraordinario.

Como se acostumbraba en aquella época, el cuerpo del difunto fue colocado en medio de la nave central de la iglesia, cubierto únicamente por un simple velo. La ceremonia dio comienzo y después de un rato el sacerdote, siguiendo el ritual acostumbrado, exclamó: Respóndeme: ¿cuáles y cuántas son tus iniquidades? En ese momento, una voz sepulcral habló desde debajo del velo fúnebre: “¡Por ​​el justo juicio de Dios he sido acusado!”

Inmediatamente alguien retiró el paño que cubría al difunto, mas éste yacía frío e inmóvil. El rito fue interrumpido momentáneamente. Posteriormente se reanudó y llegado el momento el sacerdote volvió a decir: Respóndeme: ¿cuáles y cuántas son tus iniquidades? El muerto, con voz de trueno exclamó: “¡Por el justo juicio de Dios he sido juzgado!”

En medio de la turbación y el pavor general, un par de médicos examinaron el cuerpo para confirmar que el difunto realmente estaba muerto, ante lo cual, las autoridades eclesiásticas decidieron posponer el funeral hasta el día siguiente.

Al siguiente día se llevó a cabo la ceremonia y llegó el momento tan esperado en el cual el sacerdote volvió a exclamar: “Respóndeme: ¿cuáles y cuántas son tus iniquidades? En ese momento, el cuerpo se incorporó y clamó con un grito desesperado: “¡Por ​​el justo juicio de Dios he sido condenado! No recéis más por mí.

Todos los presentes quedaron enmudecidos ante tan terrible revelación. El funeral se suspendió y se decidió que el cuerpo, por pertenecer a un condenado, no podría ser enterrado en camposanto sino en el cementerio común. Sobre el ataúd del condenado se escribió la siguiente sentencia: Justo Dei judicio accusatus sum; Justo Dei judicio judicatus sum: Justo Dei judicio condenatus sum. La acusación, la condena, la sentencia: esto es lo que le espera al réprobo el día del juicio universal.

Este caso, como es de esperar, causó gran revuelo, no sólo por su excepcionalidad sino porque se trataba de un profesor que todo el mundo tenía, no sólo por buen hombre, sino por un hombre virtuoso, aunque esa virtud fuese sólo aparente. El evento no dejó a nadie indiferente y muchos fueron los que cambiaron radicalmente de vida, el caso más ejemplar fue el de San Bruno de Colonia (1030-1101) pío sacerdote que, rechazando los engañosos placeres mundanos, fundara la orden de los cartujos.

En nuestra sociedad que, grita con orgullo desafiante sus pecados y donde además, entre los creyentes tibios, que somos la mayoría, se ha extendido el falso pero muy tranquilizador: atrevámonos a esperar que todos los hombres sean salvos, este milagro puede ayudarnos a reflexionar sobre cómo hemos utilizado los dones que Dios nos dio y qué tan fielmente seguimos sus mandamientos y doctrina.

Recemos y ofrezcamos misas por nuestros difuntos. Hagámoslo también por nuestros seres queridos, todos tenemos alguno, que viven como si Dios no existiese. Y nosotros, velemos, pues no sabemos el día ni la hora, procurando siempre, como nos aconseja, San Juan Bosco, vivir en amistad con Dios.

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