Pasado de tu pareja

El pasado y el amor

Duraron viviendo juntos solamente un año y la mitad de otro, pese a que el día de su boda todos habían augurado a la nueva pareja una vida larga y feliz. ¿Cómo no iban a poder hacerse dichosos dos seres que, al menos en apariencia, lo tenían todo: dinero, juventud, belleza y raros apellidos?



La armonía conyugal, sin embargo, sufrió la primera embestida cuando, cinco meses después de contraídas las nupcias, el flamante y afortunado esposo se enteró -gracias a unos amigos, o, mejor dicho, a un enemigo- que ella, es decir su esposa, la mujer de sus sueños, había vivido hacía diez años un romance desgraciado con un muchacho que vivía ahora en Ciudad de México. Su orgullo se vino abajo, y, junto con su orgullo, él mismo: sus pies perdieron piso y se sintió caer por una pendiente que parecía no tener fin.

Aquella noche ni siquiera durmió en su casa; para evitar llamadas inoportunas a su celular, sencillamente lo apagó. No quería que nadie lo encontrara, y mucho menos ésa. La esposa, mientras tanto, había movilizado todo un ejército de familiares y policías para investigar su paradero. En el círculo de sus amistades llegó a hablarse incluso de secuestro, lo que no parecía absurdo en una época en que los secuestros eran cosa de todos los días. Y como esto ya era demasiado, el fugitivo decidió regresar a su casa. No por su esposa, entiéndaseme bien, sino sobre todo para tranquilizar a sus padres, que a esas alturas se hallaban ya casi al borde de la histeria.

Como alguna explicación tenía que dar, el ofendido contó a padres, hermanos y tíos la razón de su fuga. Estos últimos, y también los penúltimos, le dijeron unánimemente que había hecho bien; que ellos, en su lugar, habrían hecho lo mismo y que lo comprendían, etcétera. De entre todos los que se creyeron con derecho a opinar sobre el asunto, sólo la madre se atrevió a pedir un poco de cordura. Dijo que, en todo caso, el noviazgo de su esposa con aquel chilango había tenido lugar antes de que él la conociera, y que por lo tanto no había culpa que perseguir ni agravio que deshacer. Pero el muchacho decía que no se imaginaba a su mujer besándose con un tipejo.

-Suponiendo, claro está –añadió-, que todo hubiera acabado en besos, cosa ésta, por lo demás, muy poco probable…

El padre, que era un hombre muy enterado, se limitó a hacer gravemente la siguiente observación:

-La Iglesia, hijo mío, debería ponerse a tono con los tiempos que corren y cambiar la fórmula tradicional, que es tan arcaica y tan sobada, por esta otra, que es mucho más certera: Lo que Dios ha unido, que no lo separe el Facebook.

A regañadientes aceptó el muchacho seguir viviendo en su nueva casa, pues quería por todos los medios regresar a la paterna. Siguió con su esposa, sí, pero nada volvió ya a ser como antes. Por ejemplo, cada vez que hacían el amor preguntaba a su mujer:

-¿Lo hago mejor que tu ex novio el chilango?

O bien:

-¿Beso mejor que tu ex?

Al principio, por toda respuesta, recibía un bofetón, pero las cosas no podían seguir así indefinidamente, de modo que decidieron separarse.

Y todo porque la esposa, hacía diez años, había sido novia de un muchacho que quizá en esos momentos se rascaba la barriga quitadísimo de la pena en una alberca maloliente del área metropolitana.

Pero, ¿quién le había dicho a este ingenuo que amar es tan sencillo? Amar, en el verdadero sentido de la palabra –y esto es quizá mucho más importante que cualquier otra cosa que pueda decirse en torno al amor- es como ir a la estación a esperar a aquel que llega de un largo recorrido y trae consigo, en la espalda, el fardo de su equipaje. Así nos ama Dios –según quedó dicho en la meditación anterior-, y así han de amarnos los que nos amen.

El ser amado, cuando llega a nuestra vida, lo hace siempre cargando un pasado que nadie puede cancelar; ahora bien, este pasado podrá ser todo lo ligero, bello o bueno que se quiera, o todo lo horripilante y absurdo que se tema; sin embargo, es el pasado de la persona amada y hay que aceptarlo como es.

En Un tranvía llamado deseo, la espléndida y terrible pieza teatral de Tennessee Williams (1911-1983), el dramaturgo norteamericano, aparece una mujer –Blanche du Bois- que acaba enloqueciendo porque su pretendiente –Mitch-, el único que podía redimirla de una larga vida pecaminosa e infeliz, se niega rotundamente a aceptar su pasado:

«-Usted –le dice- no es lo suficientemente pura como para llevarla a casa de mi madre».

Le responde Blanche:

«-¡Entonces, váyase!».

Amar es hacer propio el pasado del otro, tratarlo con respeto y renunciar a juzgarlo. Es aceptar que la otra persona, en nuestra ausencia, pudo haberse equivocado, y que de hecho se equivocó innumerables veces. Cuando se ama ya no hay piedras que arrojar, venganzas que ejecutar o acusaciones que hacer, sino que se baja humildemente la cabeza por lo que pudo haber sido y se da permiso a la vida para que, a partir de ahora, todo vuelva a comenzar.

Una pregunta que todos se deberían hacer antes de lanzarse a la aventura de amar a alguien es: «¿Podré soportar su pasado?». Si es así, adelante; pero, si no, es preciso retroceder.

 

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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