Una frase que estuvimos oyendo esta semana y que seguro oiremos con mayor frecuencia conforme avance la campaña electoral del 2018. Una frase que se usa y se seguirá usando para ensuciar o destruir reputaciones. Y que, por nuestra ignorancia y por la mala fe de algunos, funciona.
Antes de seguir, déjeme decir que no soy partidario del candidato Anaya. Ni de ningún otro candidato: si usted me ha hecho el favor de seguirme, tendrá claro que ninguno me parece bueno. Votaré porque es necesario, pero no con alegría ni con entusiasmo. Pero, por otro lado, tengo claro que, en asuntos penales, a mí nadie me ha nombrado juez. Ni del señor Anaya ni de ningún otro. Y tampoco nadie ha nombrado jueces a la Procuraduría General de la República, ni a los ministerios públicos ni a ninguna de las descabezadas fiscalías. Ni a los medios de comunicación tradicionales. Mucho menos, a las redes sociales. El papel de las procuradurías es demostrar, a satisfacción de un juez, la culpabilidad, pero no les toca dictar sentencia. Incluso, en el sistema de justicia penal acusatoria, ni siquiera los jueces de control pueden dictar sentencia. A ellos sólo les toca determinar si hay materia para vincular a proceso a un acusado y en qué condiciones se le procesará. Nada más.
Esa es la visión jurídica. Pero en nuestro medio, decir que alguien está siendo acusado, quiere decir que ya es culpable. Con eso se manchan reputaciones y se ataca sin límites. Por supuesto, cuando meses después resulta que no salió nada de esas investigaciones, el daño ya está hecho. Y no se repone ese daño. La mancha queda para siempre.
En la larga noche de la dictadura perfecta, el ser acusado equivalía a una condenación segura. Las procuradurías más que investigar y demostrar culpabilidades, se dedicaban a fabricar culpables. Para lo cual no importaban los medios. No contaban los derechos humanos ni las garantías individuales. Muchos se conformaban con el dicho: ”a mí no me importa quién me la hizo, sino quién me la paga”.
A partir de la reforma penal del 2008, se establece en México un principio que ya tiene siglos de vigencia en los países más avanzados: el principio de presunción de inocencia. Dicho en términos sencillos: todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Y no de cualquier manera: demostrando la culpabilidad a satisfacción de un juez y siguiendo el debido proceso. De acuerdo con este principio, el que alguien sea investigado no significaría algo negativo. La investigación debería sacar a la luz la verdad. Pero medios de comunicación, autoridades, partidos y la población en general no aceptan esto.
Esta presunción de inocencia es un derecho humano y, en temas penales, es uno de los más importantes. En el caso de Anaya, como en el de López Obrador, el de Meade y en otros muchos, este derecho humano no se ha respetado. Las procuradurías filtran información, exhiben pruebas válidas o invalidas, no guardan la confidencialidad de los procesos y litigan en los medios, son el pretexto de que la opinión pública tiene derecho a saber. Cuando es muy discutible si la opinión pública tiene el derecho a conocer acusaciones que no han sido comprobadas a satisfacción de un juez.
Es grave el hecho, que muchos han comentado, de que la Procuraduría General de la República esté siendo usada para un golpeteo político contra candidatos de oposición. Pero es más grave aún que un derecho humano fundamental, como es la presunción de inocencia, se esté atacando por cualquier razón. Al final, solo a una pequeña parte de la ciudadanía nos golpearán por razones políticas. Pero a todos nos daña el hecho de que no se nos respete el derecho a que nos consideren inocentes mientras no se demuestre lo contrario. No podemos dejarlo pasar: esa forma de actuar es un peligro para toda la población.
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com