Feminismo y maternidad

Cuando se nace y crece en una familia disfuncional y sin padre, las probabilidades de no creer en el matrimonio y los valores tradicionales es muy grandes.


El valor de la maternidad


Hemos vivido unos días muy intensos sobre el tema de feminismo, entre las marchas y el paro, entre los legítimos reclamos de respeto y no más muertes, y el contrasentido de que en la marcha algunas feministas fueron en extremo violentas destruyendo y dañando propiedades y monumentos y agrediendo física y verbalmente a quienes defienden la vida y el matrimonio tradicional.

Sorprendentemente no se vio en este movimiento nada ni nadie que hablara de una de las características fundamentales por naturaleza de la mujer que es ser madre, pero no solamente desde el aspecto biológico, sino de lo que significa educar a un ser humano en el arte de ser virtuoso y útil para la sociedad.

Por eso he querido compartir la carta de una mujer joven que en estos tiempos tomó la decisión de ser madre de tiempo completo, un testimonio valiente y lleno de amor que me parece expresa una alternativa que muchas mujeres no aprecian inclusive desprecian en estos tiempos.

Ser madre

Cuando se nace y crece en una familia disfuncional y sin padre, las probabilidades de no creer en el matrimonio y los valores tradicionales es muy grandes. Sin embargo, por gracia de Dios soy católica, soy madre y soy esposa. Hay veces que ni yo misma lo puedo creer, mas lo único que puedo decir es ¡Gracias a Dios!

Por haber crecido huérfana de padre y lejos de mi madre, puedo decir que si hay una cosa que los niños añoran, es tener una familia unida con papá y mamá. No importa cuán bien lo hagan las madres solteras, cuánto amor prodiguen los abuelos y los tíos, la ausencia de los padres deja un hueco imposible de llenar. En algún momento de la vida, pude dejarme llevar y tuve muy malas influencias y compañías, pero la huella que dejó en mí el haber crecido más o menos sola, fue más fuerte.

No fue difícil escoger el camino y el rumbo de mi vida. Me bastó poco para darme cuenta de que quienes pugnaban por abolir los valores tradicionales de la sociedad cristiana eran un peligro. No es que el cristianismo no funcione, el problema es que nadie lo pone en práctica. El hombre y la mujer que se buscan a sí mismos, nunca edificarán una sociedad de ensueño como la que prometen las ideologías anticristianas, donde cada uno es feliz dándole rienda suelta a sus ímpetus. Nadie me creía, por eso me di a la tarea de demostrarlo con mi vida y mis decisiones. Quien busca agradar a Dios y cumple sus mandamientos es el único que puede ser realmente feliz. Con esto en mente, es un regocijo ir contra la corriente: ser novios con miras al matrimonio y que esperan al matrimonio; luego ser esposos que se complementan y entregan de verdad a sus deberes para con Dios, para con el otro y para con el prójimo, ser generosos en dar vida, ser padres, ser educadores, ser guías.

En mi vida, una cosa fue llevando a otra y no me costó trabajo saber que mi vocación era el matrimonio y la maternidad. Sólo tuve un novio, que compartía mi visión y me afianzó en ella, así es que no tuve que andar buscando. Estudié una carrera que me ha permitido seguirme formando tanto en lo espiritual como en lo temporal. Y finalmente, ser madre coronó mi vida y me colocó en la cima. “Yo nací para ser madre”, fue lo que pensé en el momento en que tuve en brazos a mi primogénita. La contemplaba y era, lo garantizo, como si la conociera de toda la vida, quizá de toda la eternidad. Tener un pequeño ser entre los brazos, a quien yo formé, que se nutrió de mi sangre y luego de mi leche, y luego lo haría de mis enseñanzas, me hizo gozar y a la vez temblar. Gozar por las maravillas de las que es posible el cuerpo femenino y por llegar a conocer una fuerza que no sabía que tenía, y temblar por la ineludible responsabilidad que enfrentaría en adelante.

¿Acaso permitiría que alguien más me arrebatara esta responsabilidad? ¡De ningún modo! Es aquí donde empezaba lo bueno. Quedar embarazada, por decirlo de algún modo, no tiene mérito, es algo natural, lo mismo que dar a luz. También las malas madres se embarazan y dan a luz. Es la educación de los hijos la que tiene verdadero mérito y es trascendental para cambiar el mundo, si de verdad queremos hacerlo. ¿Quién sería capaz de rehuir esta responsabilidad y rechazar este gran mérito?

Y por otro lado, ¿acaso permitiría yo que otros arruinaran la obra de mis esfuerzos, trabajos, sacrificios y desvelos? ¡En absoluto!

Por eso soy madre de tiempo completo, soy maestra de tiempo completo, soy ama de casa de tiempo completo y esposa de tiempo completo. Nadie puede darle a mi familia lo que yo les puedo dar, y nadie valorará mi trabajo como ellos lo valoran. Nadie conoce a mis hijos como yo, nadie los comprende como yo, nadie los ama como yo. Es una gracia que Dios da a las madres.

¡Qué pena me da ver otras mujeres que se matan trabajando por un jefe o una empresa y jamás son bien retribuidas ni reconocidas! Y siguen ahí porque alguien les enseñó que eran esclavas si seguían a un marido y libres si servían a un empleador. Cierto, nadie me paga un centavo por ser madre, médico, cocinera, maestra, etcétera. Pero esto se debe a que la labor de madre no tiene paga ni retribución ni nada en el mundo que puedan hacer los hijos podrá pagar el amor de una madre, éste no tiene precio. Es lo hermoso de ser mamá: saber que lo que haces es invaluable y sólo Dios lo podrá recompensar algún día. Saber que no hay modo en que te puedan corresponder y aún así hacerlo sólo por amor. Es el desinterés y la abnegación que sirven de ejemplo para los hijos y que hacen que el esposo vea en su esposa a un ángel. Y no hay límites a este amor, es más, el sacrificio, es la llama que lo aviva. Por ello, entre más sacrificio y más desprendimiento hay, mayor es el mérito de la madre y nadie se lo puede arrebatar. ¿Quién cambiaría este mérito por un cheque en blanco? ¿Quién cambiaría el cielo por un plato de lentejas?

Mis hijos me han enseñado que puedo ser fuerte. Mi esposo me ha demostrado de muchos modos cuánto me necesita. No pocas veces me han mostrado que todos los esfuerzos y los sacrificios valen la pena, mostrando que la educación que lucho por darles no está cayendo en saco roto. Por mis hijos he aprendido a ser paciente, y muchas veces ellos me han tenido paciencia. Por mis hijos he sabido lo que es la inocencia, y he recuperado mucha de la que el mundo me había quitado. Por mis hijos he llegado a saber cuán inteligentes pueden ser los niños si los dejamos y cuánto puede su razonamiento abrazar lo sobrenatural, si los educamos. Con mi familia he logrado saber cuán poco se necesita para ser feliz y en ocasiones parece que entre menos tenemos más felices somos. No necesitamos juguetes, ni salidas, ni manjares, ni fiestas, para sentirnos importantes, amados y parte de una familia unida. La gran mayoría de los días, la tranquila rutina de despertar, orar juntos, ayudarnos en las tareas cotidianas, salir a correr al parque y cantar mientras papá toca la guitarra, resulta ser el más sublime de los regalos.

 

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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