Abraham y el pordiosero

Muchos alabamos y veneramos a Dios, otros más lo odian e insultan sin tomar en cuenta las cosas que hace por ellos.


Agradecer a Dios


Una vez, según cuenta una vieja leyenda judía, Abraham vio pasar frente a su tienda a un pordiosero. Como nunca antes lo había visto, se preguntó de dónde vendría, de qué desierto. Y mientras se hacía esta pregunta, el mendigo se alejaba a paso lento. “El rico camina siempre erguido y pisa fuerte, pero los pobres lo hacen siempre con la cabeza gacha y casi sin dejar huella debido a la suavidad con que apoyan el pie. ¿Quiere esto decir que los movimientos de los hombres están condicionados por razones de tipo socioeconómico?”. Moisés pensaba en esto y en muchas otras cosas más mientras el pordiosero casi se perdía ya entre las dunas lejanas.

Una voz sacó entonces a al patriarca de su ensimismamiento:

–Abraham, Abraham, los pobres no pasan frente a tu puerta para invitarte a la filosofía, sino para moverte a la caridad.

Al instante Moisés se lanzó en persecución del caminante. Lo trajo consigo a su tienda, hizo que un criado suyo le curara las llagas, que otro lo bañara y que otro más le pusiera un vestido nuevo. Por último, hizo sentarlo a su mesa.

–Bien –dijo Abraham a su huésped–, ya que Dios ha tenido compasión de ti y de mí, bendigámoslo juntos antes de llevarnos a la boca estos alimentos que hemos recibido de su generosidad.
Ambos se pusieron de pie, pero mientras Abraham recitaba la plegaria de acción de gracias, el pordiosero se puso a blasfemar en alta voz, quejándose de su vida desdichada.

–Sí –decía dirigiéndose al Altísimo–, a los ricos como a éste, tú les das todo; en cambio a los pobres como a mí todo nos lo niegas. ¿Qué clase de Dios eres? ¿Qué clase de Dios?

Cuantos moraban en la tienda de Abraham se estremecieron al escuchar aquellos juramentos dirigidos contra el Todopoderoso, bendito sea su nombre hoy y siempre, y por los siglos de los siglos. Abraham, primero espantado, se tapó los oídos; después, lleno de ira, agarró del cuello al pordiosero y casi a empellones lo sacó de su tienda. ¿Cómo se había atrevido este infeliz a hablar de semejante modo?

Esa misma noche, antes de acostarse, Abraham decidió no hacer sus oraciones, pues Dios seguramente lo reprendería por haber hecho entrar en su morada a aquel impío. Durante toda la noche se debatió pensando en si debía o no ponerse en la presencia del Altísimo. Por último, armándose de valor, levantó los brazos al cielo y dijo:
–Te pido perdón, Señor, por haber permitido que en esta tienda, en la que se adora tu nombre, hayan sido pronunciadas las terribles palabras que hoy has escuchado. Perdóname por no haber sido más celoso de tu gloria dejando con vida a ese mal nacido.

Pero Dios, que escuchaba aquella oración –como las escucha todas–, la respondió así:

–Abraham, desde hace cincuenta años ese hombre no deja de maldecirme y de gritarme a la cara que soy injusto; sin embargo, todos los días, desde el primero hasta hoy, le he dado de comer y de beber. Tú, en cambio, que dices ser mi servidor, no has sido capaz de saciar su hambre ni siquiera una vez. ¿Te parece que has obrado como debías?

Hasta aquí la historia que leí hace muchos años no recuerdo dónde y que me gusta tanto. Me gusta porque hace ver quién es Dios mucho mejor que ciertos inteligentes y a veces difíciles tratados teológicos. En efecto, Dios es así: generoso. Nadie le gana en el arte de dar. Él, como dice el evangelio, “hace brillar su sol sobre justos y malvados” (Mateo 5,45) sin esperar que le agradezcan la luz ni el calor, y sin mandar después el recibo.
Abraham debió haber aprendido la lección: Dios, como dicen los jesuitas, como dijo San Ignacio, es semper maior, siempre mayor, siempre más grande de lo que estaríamos dispuestos a aceptar o a imaginar.

Saber por qué aquel hombre se expresaba así, averiguar los motivos por los que ofendía al Todopoderoso, eran cosas que no concernían a Moisés. En todo caso, Dios, que conoce el revés y el derecho de los corazones, lo sabía. Y además lo perdonaba dándole vida y alimento.

En su libro Cuentos judíos de siempre, Beatriz Borovich cuenta la misma leyenda, pero de otra manera; hela aquí: “Estando sentado frente a su tienda, Abraham vio que se acercaba un hombre muy cansado que vino a sentarse debajo del árbol donde él estaba. Se levantó a Abraham para invitar al viajero a que entrara en su tienda, para lavarse, descansar y comer. El forastero le dio las gracias, pero no quiso aceptar la hospitalidad. Sin embargo, Abraham insistió tanto que el forastero aceptó finalmente. Cuando hubo acabado de comer, Abraham le dijo: ‘Ahora da las gracias y la bendición al Eterno, Dios del cielo y de la tierra’. ‘No conozco a tu dios, dijo el forastero, y no bendeciré más que al mío’. Al oír tales palabras, Abraham le pidió que abandonara su tienda. Dios se enojó mucho con el proceder de Abraham y le dijo: ‘¡Cómo pudiste actuar así! Yo, que soy el Señor del mundo, pude mirar a ese hombre incrédulo durante muchos años con paciencia. Lo alimenté y lo vestí y le di todo lo que necesitaba. Pero tú no pudiste aguantarlo ni por un breve rato porque no comparte tu fe’”.

A Abraham no le tocaba sino ofrecer sus dones y dejar partir luego al pordiosero (o viajero) en silencio. Así como la fe es un misterio, así lo es también la rebelión, aunque en sentido contrario. Abraham era rico: ¿cómo podía comprender el dolor y la queja del pobre? Por lo tanto, a él sólo le tocaba dar. El resto era cosa de Dios, que todo lo sabe y todo lo comprende.

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