Nuestra Señora de la atención

En cierto punto del banquete empezó a faltar el vino. ¡Qué catástrofe! El vino representaba el gozo y la alegría del corazón.


María madre de Jesús 


Una vez, según refiere el evangelio de Juan, María fue invitada a un banquete nupcial en un pueblecito de Galilea llamado Caná. ¿Se trataba de la boda de un pariente suyo, de un familiar querido? Es posible, pues entre los invitados también estaban Jesús y sus discípulos.

Sin embargo, en aquellos tiempos –como se sabe- una fiesta de boda bien podía durar hasta una semana entera; de hecho, así duraba si la novia era virgen; si no lo era, dos días eran más que suficientes para despachar el asunto.

¿Cuánto llevaba ya esta fiesta de la que nos habla Juan? No lo sabemos; lo que sí sabemos, en cambio, es que a un cierto punto del banquete empezó a faltar el vino. ¡Qué catástrofe! El vino representaba el gozo y la alegría del corazón; ya lo dicen las Escrituras, y las Escrituras no pueden mentir: «El vino alegra el corazón del hombre» (Salmo 104, 15). Que el vino se acabara en una ocasión como ésta era peor que haber organizado un banquete y que de pronto faltase la comida, pues la abundancia de vino era, además de una señal de los tiempos mesiánicos [«Destilarán vino los montes» (Amós 9,13; Oseas 14,8; Jeremías 31,12), etcétera], una promesa cierta de la futura prosperidad conyugal. Para decirlo ya, no podrían ser felices aquellos a quienes durante su fiesta se les hubiera acabado el vino.

Imaginémonos cómo se tronarían los dedos de pura desesperación los padres de los novios, cómo andarían de aquí para allá, nerviosos y tristes, en espera de un milagro o de un repentino chaparrón que dispersara a los invitados. Pero nadie notaba nada, salvo una mujer que estaba por ahí cerca. Esta mujer era María. Ella fue la única que vio en los rostros de los recién casados las arrugas de la preocupación, los gestos que delatan la ansiedad. El caso, en pocas palabras, es que ella descubrió que algo no andaba bien y se puso a averiguar de qué iba la cosa. Cuando cae en la cuenta de que la razón de tanto desasosiego es la falta de vino, va con Jesús, que no anda lejos, y le dice: «No tienen vino» (Juan 2,3).

Jesús sabe, sin duda, lo que su Madre le pide, pero se rehúsa a intervenir aduciendo que aún no ha llegado su hora. María lo escucha, aprueba con la cabeza, pero en vez de perder el tiempo en negociaciones estériles, se dirige a los sirvientes de la casa y les ordena que «hagan lo que él les diga». ¡Nada más eso faltaba: que ni siquiera ella, la Madre, pudiera pedirle a su Hijo un pequeño favor! Pues bien, se lo pide, el milagro se realiza y así el banquete puede proseguir. ¡Menos mal!

A menudo, cuando comentan este pasaje evangélico, los teólogos y los exegetas se ponen a discurrir acerca de lo que podrían significar las vasijas de piedra (¿por qué de piedra? Evocación –dicen- de las tablas de la ley), o de que aparezcan juntos en el relato el agua y el vino (clara alusión –siguen diciendo- al sacramento de la Eucaristía y a las dos naturalezas de Cristo: la humana y la divina). Y está bien que lo hagan, ya que su oficio consiste en encontrale a los pasajes de la Biblia sus sentidos ocultos, pero con tal de que no dejen de ver, por lo menos en éste, el bellísimo retrato de la Virgen María que casi subrepticiamente nos es presentado por el evangelista que nos cuenta el hecho. ¿Cómo pinta Juan a Nuestra Señora? Como a una mujer a la que le gusta la fiesta, los rostros alegres y las risas humanas; como alguien a quien le preocupa que se acabe el vino, es decir, aquello que alegra el corazón del hombre. Si no fuera así, Juan nos la habría presentado más bien monologando de la siguiente manera: «¡Qué bueno que ya se les acabó el vino! A ver si así se callan y se van a dormir de una vez por todas estos viejos borrachos». Y consta por el Evangelio que tampoco dijo: «Aunque puedo hacerles el milagrito que esperan, esta vez seré enérgica. ¡Por hoy, nada de bebidas embriagantes! Y si quieren más, no seré yo quien los provea de ellas». Pero no, no dijo nada de esto, y ni siquiera lo pensó; antes bien, hizo el regalo a los nuevos esposos de 600 litros de buen vino. Dios, su Dios, Aquel en quien ella confiaba, era el Dios de la alegría.

Mujer atenta, sus ojos estaban siempre abiertos de par en par en busca de aflicciones para consolarlas, y de lágrimas para enjugarlas. No era ella distraída o indiferente, sino atenta y solícita. Dijo una vez Simone Weil (1909-1943), la filósofa francesa, que la atención pura es ya en sí misma plegaria. «La calidad de la atención –escribió en Attente de Dieu- está estrechamente ligada a la calidad de la oración… Hoy parece que se ignora, pero el objetivo real y casi el único interés de los estudios es el de formar la facultad de la atención. La mayor parte de los ejercicos escolares poseen, sin duda, un cierto valor intrínseco, pero es un interés secundario… Los estudiantes que aman a Dios no deberían decir: “A mí me gustan las matemáticas”, “A ti te gusta el francés”, “A mí me gusta el griego”. Deben aprender a amar todo como instriumento para desarrollar la atención que, orientada a Dios, es la sustancia misma de la plegaria».

Que esto es realmente así lo demuestra la mirada de la Virgen, maestra en el arte de orar con los ojos abiertos.

Me la imagino en aquella fiesta observando el ir y venir de las gentes para descubrir el momento en que su presencia se hacía necesaria. Me la imagino silenciosa, callada y amable. Sobre todo amable.

María: cuando estamos cansados, deprimidos o enfermos es tanta nuestra aflicción que ni siquiera reparamos en los demás. Pero lo mismo sucede cuando andamos de prisa –lo que es cada vez más frecuente, más común-. Competimos entre nosotros, nos rebasamos, pero no nos miramos. Hemos perdido el interés por el otro. ¿Por qué no nos das unos ojos como los tuyos, una mirada siempre volcada hacia los demás, una mirada –como dice Sören Kierkegaard- «capaz de captar en el rostro ajeno cada signo»? Dánosla: nos hace falta tanto como el agua, como el vino sin el cual la fiesta de la vida se nos acaba.

 

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