¿Debe el Congreso de la Unión dictaminar una iniciativa de ley basado exclusivamente en el número de personas que la apoyan?

Las malas decisiones del Gobierno de AMLO han lo han conllevado a tener que implementar leyes que lo protejan de sus errores.


El apoyo a amlo


El asunto de la “Guardia Nacional” propuesta por el presidente López se ha convertido recientemente en uno de los temas más comentados en los medios informativos mexicanos. La mayor parte de los comentarios de quienes saben de estas cosas parece inclinarse por la oposición a dicha propuesta. Los espacios informativos, tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales, dan cuenta de los estudios que se han hecho de las diferentes características pedidas por López para la Guardia y de las, al parecer, múltiples deficiencias que se han encontrado en el documento oficial que las describe. Todo parece indicar que los puntos negativos ahogan los puntos positivos. Los senadores, quienes deben emitir una decisión de mayoría calificada al respecto, por tratarse de una modificación a la Constitución de la República, no han sido tan dóciles como sus contrapartes de la Cámara de Diputados, en la que –gracias a la aplanadora morenista– el dictamen aprobatorio fue palomeado sin dificultad. Las voces opositoras se oyeron con mayor fuerza en la cámara alta, sorprendida y escandalizada ésta por la decisión aplastante y acrítica de la cámara baja; les pareció a los senadores que los diputados habían aprobado esa propuesta sin suficiente reflexión y estudio; que había sido una actitud agachona de la bancada de Morena y sus parásitos. La oposición senatorial se puso en guardia y no quiere dejarse amedrentar por López. Hasta este momento, las apuestas se inclinan por la derrota de la propuesta, a menos que se hagan en ella los cambios solicitados por los opositores… aunque el presidente grite y patalee.

Curiosamente, como hoy recalcaba cierto personaje de la radio, la voz del ciudadano de la calle da claras señales de estar sintonizada con la de López. La popularidad del presidente ha alcanzado niveles históricos y un número mayoritario de ciudadanos está dispuesto a alinearse con las decisiones presidenciales, sean éstas las que sean, correctas o incorrectas, benéficas o dañinas para el país. En este contexto fue que el comentarista radiofónico dijo, palabras más palabras menos, que si la democracia –el gobierno del pueblo, rasgo constitucionalmente oficial de nuestra nación–ha de ser verdaderamente la “raison d’être” de los representantes populares, sus decisiones legislativas deberían reflejar el sentir mayoritario de la población y, consecuentemente, la propuesta presidencial de la que hablamos aquí deberá ser también aprobada por los senadores, aunque no les guste ni los convenza. El Pueblo bueno y sabio manda.

Esta clase de opiniones, inevitablemente, puede fácilmente provocar un paro cardiaco en muchos ciudadanos. Lo que está proponiendo esta persona, si bien suena muy acorde con el concepto común de democracia, y muchos ciudadanos –los “amlovers” como se ha dado en llamarlos– lo aplaudirán gustosos, es precisamente la causa de la mofa que tanto Platón como su célebre discípulo Aristóteles hacían de la democracia. La muchedumbre no es ni por mucho poseedora automática de la verdad ni sus deseos la reflejan necesariamente. Tampoco se inclina la masa fácilmente a actuar racionalmente. Más bien es lo contrario. Y entonces, ¿deben los legisladores acatar cualquier solicitud de la mayoría ciudadana por el simple hecho de ser ésta mayoritaria? ¿La representación popular de la que están investidos los funcionarios públicos, en especial aquellos que representan la soberanía popular como legisladores, los obliga a ser simples voceros de las propuestas de la gente, en forma indiscriminada, por el simple hecho de que hay una mayoría detrás de ellas?

Es indudable que el legislador debe prestar oído a las voces de los ciudadanos, especialmente cuando conforman una mayoría. También es indudable que muchas de esas voces se ven respaldadas por la realidad y el sentido común, por lo que el legislador mal haría en no prestarles atención. Pero –¡ay! – lamentablemente eso no es una regla general absoluta, ni cualquier deseo ciudadano mayoritario debe y/o puede forzosamente convertirse en exigencia moralmente aceptable; o prácticamente viable; o conveniente para el Bien Común. Sobre todo, cuando la mayoría ciudadana –por múltiples y lamentables experiencias pasadas– está más dispuesta a escuchar la voz del caudillo que la de la razón y la conciencia.

Hablando sinceramente, ¿cuántos mexicanos saben a ciencia cierta y entienden cuál es la naturaleza y finalidad de la Guardia Nacional querida por el presidente López? ¿Cuántos son capaces de discernir con precisión las fortalezas y debilidades de la propuesta presidencial? ¿Son mayoría los mexicanos que tienen tal capacidad? No parece probable que sea así. La popularidad del presidente es un claro signo de lo que los mexicanos ven en él como persona; es un reflejo de su carisma. Pero es él como persona el que es amado. El cariño popular, aunque así se quiera hacer ver y aunque así debería ser, no necesariamente se ve respaldado y correspondido por la pertinencia de las decisiones de quien es objeto de tal cariño. Es un dato comprobado de la experiencia humana que impertinencia y afecto popular frecuentemente van de la mano. Los legisladores, por su parte, no pueden actuar basados en encuestas de popularidad, sino en los datos duros de la verdad (adecuación de la mente con la realidad, como dirían los escolásticos).

El debate y votación sobre la Guardia Nacional constituye un momento ideal para que los legisladores demuestren ante la ciudadanía si trabajan para ella, para el Bien Común, o para cumplir todo lo que al amado líder se le ocurra. La mayoría numérica jamás podrá convertirse en norma moral de conducta, ni la soberanía nacional reside en la muchedumbre. Ni tampoco se mide con ratings de popularidad.

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